Ya veo que te lo has pasado genial. Me alegro, porque te lo mereces. Te lo has ganado después de todo un año currando a tope. No me mires así, que hablo en serio. Lo de la reducción de plantilla sabemos que no estaba en tus manos. Lo sé, eres un currante más, codo con codo. Qué menos que poder desconectar del marrón que hemos pasado este año en ese pedazo de crucero que te has pegado con tu novia. Enséñame de nuevo la foto de Capri. Qué bonito, sí que parece una postal. Pues yo nada, en casa, tranquilo. Sí, a veces es lo mejor, simplemente descansar. Mucha gente me lo ha dicho. Pero espera, no te vayas, aún nos queda un cuarto de hora de comida y para una vez que te sientas conmigo, te cuento lo que he hecho estas dos semanas. Cuando te he dicho que he pasado las vacaciones en casa, quería decir que literalmente no he salido de casa en dos semanas. Odio el calor y sin aire acondicionado lo mejor es estar con las persianas bajadas durante el día y tratar de moverse lo menos posible. Tengo suerte porque la casa de mis padres es vieja, de las de techos altos. ¿No sabías que vivo en casa de mis padres? No, ellos murieron hace tiempo. Tuve que volver después del cambio de sede. En realidad me hicisteis un favor, porque el piso del centro no me lo podía permitir y me venía fatal la combinación de metro. Así que volví a Canillejas, el barrio más feo de Madrid, el culo de la calle Alcalá. Perdona que me ponga literario. Como me dijiste en la reunión de seguimiento de la semana pasada, tiendo a la dispersión. Volví al barrio con el rabo entre las piernas. El regreso de un becario de cincuenta años, acojonado por la posibilidad de perder el puesto de trabajo a esa edad tan jodida. Ya, ya sé que técnicamente no soy un becario, pero sabes a lo que me refiero. Pues lo que te decía, persianas bajadas, un saco de diez kilos de comida para el gato y salir sólo para bajar la basura por las noches y fumarme un piti en el portal. Vuelta a subir y a ver la tele, encadenar cabezadas hasta perder la noción del tiempo y calentarme algo en el microondas. Ahora puedes pedir que te traigan la compra a casa, siempre hay gente más puteada que uno, eso es verdad. Ya ves, he ganado cinco kilos en dos semanas a base de comer mierdas y estar tumbado en el sofá. Ya me hubiera gustado engordar por haberme puesto gocho en el buffet libre de un hotel, pero el sueldo no da para más. Y no te creas que no he disfrutado. Estaba la mar de a gusto. La mayor parte del tiempo me quedaba a oscuras y me dedicaba a escuchar. Nunca hay silencio en esta ciudad. Como mucho, con suerte, a partir de las cuatro de la noche pueden pasar unos minutos sin que pase un coche, pero siempre está ese murmullo de fondo del tráfico. En realidad Madrid tiene mar, una marea de humanidad que nunca cesa, que es apenas un zumbido a esas horas de la noche, pero que se convierte poco a poco en oleaje. ¿Ves? Si en el fondo soy un poeta. Hay postales que uno se monta en la cabeza. Me gustó estar sin hacer nada, inerte, pasivo, medio desnudo, disfrutando de la pérdida de tiempo, consciente de los millares de vidas que me rodeaban, cazando conversaciones, con suerte algún gemido de placer escurriéndose por alguna ventana. Mi gato, viejo y castrado, era el compañero perfecto de mi inactividad. Llámame cerdo, pero no me apetecía ni ducharme, a pesar del calor. No le veía utilidad. Los muertos no se duchan y yo jugaba a estarlo. El cadáver andante de un oficinista. En las noches de más calor, me pegaba a la pared como si fuera una salamanquesa. Escuchaba el sonido distorsionado de las conversaciones de los vecinos, el cotorreo metalizado de los televisores, el rumor de los grifos y las cisternas, resonando en la noche como un aparato digestivo. Me excitaba imaginar qué absorbía vidas ajenas ¿No dices nada? No, no he bebido. Sólo creo que tengo derecho a contarte mis vacaciones, aprovechar este break para confraternizar un poco. Quiero sentirme fidelizado, parte del proyecto. Pero no te vayas, hombre. Para una vez que te cuento las vacaciones, no me dejes con la palabra en la boca.
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