El señor
Hoy hace justo un año que el
señor de bigote se presentó en casa. Recuerdo que al principio pensé que era un
comercial de seguros, uno de esos vendedores a puerta fría que provocan un
inmediato fastidio en la cotidianidad interrumpida. Su aspecto era impecable,
traje y corbata, permítame usted un momento, no quisiera molestar, pelo
entrecano engominado, tosecilla nerviosa y nudo que se ajustaba de vez en
cuando de forma compulsiva, para acto seguido acariciarse el bigote antes de proseguir
su discurso. Tenía, eso sí, la frente perlada de sudor, así que le ofrecí un
vaso de agua. Si no le importa, se lo agradecería mucho y ya estaba en la
cocina, sonriéndome con los labios finos muy apretados. Como le decía, no es mi
intención importunarle, no crea usted que hago yo esto todos los días, pero es
que al levantarme esta mañana para ir al trabajo, he sentido la necesidad de
desviar mi ruta habitual, que sigo con puntualidad prusiana desde hace cuarenta
años y llamar a su puerta.
En un principio, pensé que
estaría aquejado por algún tipo de mal pasajero que le ofuscaba la mente y que
le había incitado el impulso repentino que le había llevado a nuestra casa,
pero me di cuenta en seguida que aquel señor no sólo regía perfectamente, sino
que daba clara muestra de una gran lucidez. Hábil conversador y en extremo
educado, durante las tres horas que transcurrieron hasta la hora de la cena, me
habló de un abanico de temas de lo más variopinto, divagando con la mayor
precisión, si es que a eso se le puede llamar divagar, sobre temas artísticos,
históricos y filosóficos de la ciudad. Cuando le pregunté si acaso se trataba
del cronista municipal, se encogió de hombros y soltó lo más parecido a una
risilla de lo que le oí nunca, apenas un graznido amortiguado bajo la cortina
de su bigote. Los libros, los libros son la auténtica crónica, sólo hay que
saber encontrarlos, para encontrarse a uno mismo. Y en esta casa hay un libro
que me interesa en especial. Quiso excusarse en ese momento, pero no pude más
que ofrecerle quedarse a cenar, para saciar mi curiosidad. Como sospechaba, era
de apetito frugal y apenas probó el puré de verduras y la pechuga de pollo,
agradeciendo mi hospitalidad, eso sí, a cada bocado. En cuanto pude, saqué a
colación el tema del libro, alegando que, para mi vergüenza, pocos eran los
ejemplares de los que disponía, ya que me había habituado al formato
electrónico y apenas había dejado como decoración, los que encontré al adquirir
la vivienda, además de unos pocos míos, principalmente ensayos de medicina. Rematamos
a los postres la botella de vino que había descorchado y que sí apuró con
fruición y le acompañé a la vieja biblioteca, que hacía las veces de estudio.
Para mi sorpresa, el interés que hubiera podido suscitar su visita, parecía
haberse disipado de golpe justo cuando lo tenía a la mano. A duras penas echó
un vistazo huidizo a los lomos de los libros y se apoltronó en el sillón
orejero junto al radiador de la sala, quedándose casi al instante roque. No
quise despertarlo, así que busqué una manta y lo tapé, confiando en que al
despertarse tuviera la prudencia de marcharse sin hacer ruido. Eran ya las dos
de la madrugada y el vino también me
había adormecido, por lo que me acosté.
A la mañana siguiente, tras ir al
baño, lo primero que hice fue dirigirme al despacho. Encontré la manta
perfectamente doblada sobre el sillón y el hueco de un libro desaparecido en la
estantería. Me maldije para mis adentros, por haber sido tan confiado. Me
molestaba no tanto el hurto, como haber sido engañado por alguien que había
resultado ser un frescales disfrazado de señor. Hasta que sentí el aroma a
café.
A la luz del día, parecía más
pálido y demacrado, con ese aire espectral que desmentía la fruición con la que
mojaba en el café las rosquillas que saqué para desayunar. No quise incomodarle
de momento con premuras fingidas, ya que aquel día no me tocaba trabajar en la
clínica hasta bien entrada la tarde. Cuando centré la mirada en el libro que
había dejado sobre el taburete de la cocina, me comentó que se había
equivocado, que no se trababa de ese. Dejando de lado que el principal misterio
era cómo estaba tan convencido de que yo poseyera el libro que buscaba, me
empezó a hablar sobre los orígenes del edificio, que había sido antigua casa de
bomberos, a principios del siglo XX. Siempre tenía una historia interesante que
contar y lo hacía de forma tal que el tiempo pasaba volando y uno apenas
intervenía, enredado por completo en sus palabras. Aún no sé cómo fue que me
ofreció sus servicios, de forma casi sibilina, con medias palabras, ligeramente
avergonzado y apelando a sus penurias económicas, entre narración y narración.
El caso es que, movido por la curiosidad de conocer más a fondo a aquel
personaje, acepté. Para un observador externo, podría llegarse a la conclusión
de que acababa de contratar a un mayordomo, un cargo desfasado, obsoleto y
pretencioso para alguien con mis necesidades y posición social. Pero en ningún
momento surgió esa palabra entre nosotros, no había relación de empleador y
contratado, sino la de acompañante. De forma tácita, llegamos al acuerdo de que
él seguiría contándome sus historias a cambio de techo y manutención. Sellamos
el acuerdo compartiendo la última rosquilla.
Supongo que lo del libro fue una
excusa para justificar su presencia. Tal vez fue la única mentira que utilizó
en su beneficio, esa y sospecho que su nombre, que no revelaré, porque me negué
desde un inicio a contrastar la veracidad de todas las historias e ideaciones
con las que me regalaba a diario. Pero si el libro nunca existió, se dispone a
enmendarlo. Ya le he sorprendido varias veces escribiendo. En cuando me ve,
esconde las cuartillas y finge no haber estado haciendo nada. Con los años, me
he acostumbrado a no hacerle preguntas, a aceptar sin más su presencia, pero no
puedo dejar de pensar en qué estará escribiendo, en si esa su última historia
empezará con alguien llamando a la puerta de una casa cualquiera.
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