Julián Camarillo, oficinista vocacional, no ha roto un plato en su vida. Hombre prudente y apocado, cuarentón de los de madre en casa y novia inexistente, se distingue por no distinguirse. Por eso, cuando su responsable le comunica que va a prejubilarse y que ha pensado en él para sustituirle, no puede evitar una mezcla de sorpresa y de disimulada satisfacción por lo que piensa que es la merecida recompensa por su gris pero impecable trayectoria profesional.
—Un puesto de esta responsabilidad debe desempeñarlo alguien que sepa discernir lo personal de lo laboral y creo que siempre has sabido mantenerte al margen de cualquier circunstancia ajena al trabajo.
Desde luego, Julián mantiene las distancias con sus compañeros, si bien no tanto por mérito suyo, como por decisión ajena, ya que siempre había sido considerado un bicho raro al que nadie se le ocurría hablar de nada que no fuera trabajo. No tiene afiliación política, deportiva o sexual conocida. Se limita a cumplir de forma escrupulosa sus tareas y no se le conoce ni una ausencia, ni un mísero retraso que eche a perder su impoluto expediente laboral. Ante todo, su actitud se debe a una educación a la vieja usanza, austera, basada en la importancia del cumplimiento del deber, del respeto a la autoridad, a sus superiores, en el sentido estricto de la palabra. Se siente inferior en un mundo en el que gente que no conoce su nombre puede un día tomar la decisión de borrarle, de mandarlo al pozo oscuro que supone el desempleo para alguien de su edad.
Todo esto, que pudiera parecer el retrato preciso de un individuo, no es más que el patrón de uno de tantos prototipos en los que se acomoda el ser humano, un marco en el que encajaba a la perfección una personalidad cincelada a base de necesidades y rutinas. Reconozcamos que Julián no es nadie especial y que apenas merece dos brochazos para esbozar el garabato de su avatar. Partiendo de esta premisa, nos podremos ahorrar detalles intrascendentes de su historia y centrarnos en la gradación del gris al negro, del anonimato laboral, al miedo a estar en el punto de mira y pasar de repente a la oscuridad por una mala decisión. Y es que, sin necesidad de caer en tópicos moralistas, la metamorfosis que sufrirá Julián es de una previsibilidad y rigor casi científicos. Inicialmente a su pesar, y de la mano de un innegable temor disfrazado de prudencia por el poco tiempo que lleva desempeñando sus nuevas funciones, acatará sin rechistar las directrices de sus superiores, aunque le parezcan ridículas. En una segunda fase, se acostumbra a la insensatez y evalúa tan solo las consecuencias de sus acciones en los sumatorios contables. Más tarde, se refina. Aprende rápido a tergiversar el lenguaje, llamando optimización a los recortes y plena disposición a la explotación. Espolvorea sus correos electrónicos con términos empresariales en inglés, aprendidos en formaciones de gente que asiente con la cabeza mientras dormita. Se complace al percibir cierto temblor en el tono de voz de sus hasta ahora compañeros cuando los llama a su despacho y los pone a prueba para comprobar sus capacidades, camuflando de urgencia y prioridad tareas del todo dispensables. Julián ya no es Julián, es el responsable, un cargo, una firma autorizada. El hombre promocionado, que ha pasado del gris al gris, se cree letra mayúscula en un mundo de números prescindibles.
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