Confundí la tristeza con desidia y me entraba una rabia sorda cada vez
que veía los restos de grasa en la rejilla de la encimera de la cocina. No
entendía que mi madre, que siempre había sido escrupulosa con la limpieza,
descuidara la presencia de signos de dejadez tan evidente. A mi padre le
gustaba cocinar la paella de los domingos y ella recogía siempre el estropicio
que dejaba a su paso, atento sólo al sofrito y al punto del arroz e ignorando
salpicaduras, manchas y restos de comida. Era una función semanal con un guion
ya asumido por todos. El único halago verdadero era el silencio que se producía
cuando el arroz salía especialmente rico y todos engullíamos, horadando con
afán en el recipiente, en busca del anhelado socarrat. Pero, quitando esa prerrogativa semanal, la cocina era
territorio de mi madre. Aunque desde bien pequeña me mostraba dispuesta a
ayudarla, ella siempre rehusaba, alegando que podía cortarme y que ni se me
ocurriera acercarme a los fogones, aunque estuviera haciendo una simple pechuga
a la plancha. Llegué a pensar que no cedía un ápice para justificar la
sempiterna queja al acabar de recoger la cocina y echarse a descansar en el
sofá a ver la novela de turno, con el privilegio acordado de que nadie osara
sugerir que cambiara de canal. Cuando estaba especialmente enfadada, arremetía
con la sosa cáustica y dejaba como los chorros del oro los fogones, repasando
si hacía falta la rejilla con un cuchillo. Si la veíamos hacer eso, lo mejor
era salir de casa sin hacer ruido al cerrar la puerta.
Mi padre murió de un infarto al poco de irme yo a vivir con Alberto, una
muerte repentina y discreta, efectiva, sin grandes ruidos, como había sido toda
su vida. Y aunque ella nunca dejó
escapar la más mínima insinuación de que se sentía sola, no pude evitar
sentirme culpable y empecé a visitarla más a menudo. Ella, que siempre había
sido de guisos de cuchara, de los de hervor paciente y sostenido, comentaba que
ya no tenía sentido cocinar para ella sola
y no pocas veces me recibía impregnada en el olor inconfundible del
pescado congelado. Me daba rabia verla ganar peso paulatinamente y le decía que
no podía seguir así, que tenía que echar para adelante, que pensara en cambiar
de casa, en viajar un poco, que necesitaba un cambio. Ni que decir tiene que no
le interesaba nada de eso. Tenía un par de amigas de misa y café y poco
más. Sin darme cuenta, empecé a reñirla,
como si fuera una cría. Me enfadaba por tonterías y un día le dije de todo por
cómo tenía la cocina. Ella se encogió de hombros y volvió a decir que a ella le
daba igual y que nadie iba a verlo. Yo no soportaba lo que interpretaba como un
reproche velado y, harta ya de ver las gotas de grasa colgando como estalactitas
de dejadez de los hierros, me puse a limpiar como una loca, refunfuñando entre
dientes, sin darme cuenta de que no hacía sino replicar una conducta heredada.
A partir de ese
día, me emperré en hablarle de la vitrocerámica, de sus ventajas, de la facilidad
de limpieza, de que así se evitaba el peligro del gas, que de un descuido no
nos salva nadie y que si conocía a un amigo de Alberto que trabajaba haciendo
reformas de cocina y que nos podía hacer un presupuesto muy ajustado y que
calla mamá, que de esto ya me encargo yo.
Ella alegaba que
las amigas le decían que no era ni de lejos lo mismo que el fuego, que el arroz
no se quedaba igual, que era más difícil conseguir el punto y yo, con esa
crueldad que se muerde la lengua demasiado tarde, le recordaba que, como ella
misma decía, apenas cocinaba y que de hacía mucho que no comíamos paella, que como
las de papá, ninguna. Así que ella calló y me dejó hacer.
El primer día parecía
ilusionada, expectante. La curiosidad parecía haberle hecho abandonar sus reticencias.
Se mostró muy atenta a las instrucciones del técnico y la sorprendí leyendo
detenidamente las del manual de la vitro. Ese día cociné yo y le enseñé los
pequeños trucos, como manejar los niveles de intensidad y aprovechar el calor
acumulado para apagar el fuego antes de tiempo. Así ahorras luz. Y este es el
producto para limpiarla, verás qué fácil, nada de rascar.
Me sentía
satisfecha, reconfortada por haber introducido una novedad en su vida. Tuvo que
reconocer que aquella superficie plana y sin recovecos era mucho más práctica
que la vieja cocina de gas. Me relajé. Poco a poco, empecé a espaciar las
visitas de nuevo y acabaron siendo de nuevo semanales. Parecía haberle pillado
el punto a la vitro y volvió a guisar como antes. Alberto, aunque era de buen
comer, iba un poco a regañadientes,
cansado de que mi madre siempre nos preguntara que cuándo la íbamos a hacer
abuela, que se sentía sola y ella se encargaría sin problema de cuidar de la
criatura cuando estuviéramos trabajando. Hacía mucho que lo estábamos
intentando y era un tema delicado, así que Alberto empezó a excusarse y, por no
dejarle sola, acabamos yendo una vez al mes.
No fue un cambio
repentino, pero al verla menos a menudo, noté que se estaba dejando llevar de
nuevo. Se notaba en la cocina, mi obsesión adquirida. Olía de nuevo a frito
requemado y los círculos blancos eran cada vez menos visibles y se iban
ennegreciendo poco a poco. En cada visita, un poco más, hasta que se volvieron
indistinguibles. Yo se lo reprochaba y Alberto me decía que la dejara en paz,
que ya era mayor y que lo mejor era que contratara a una mujer que le limpiara
una vez por semana. Ni siquiera cocinaba cuando íbamos a comer y encargaba un
pollo asado.
Hemos decidido
alquilar la casa. Nadie va a querer
comprarla y no tenemos suficiente dinero para reformarla de arriba abajo. Vendrá
una chica a hacer la limpieza a fondo, antes de poner el anuncio, pero de la
cocina quiero encargarme yo por última vez. Por mucho que ventile, no logro que
el olor a refrito se desprenda de las paredes. Mientras froto la placa con la rasqueta, sudando,
enfurecida sin saber muy bien por qué, me parece ver el reflejo de mi madre en la
negrura del vidrio, reprochándome por última vez que, aunque parezca lo
contrario, hay recuerdos que no son tan fáciles de borrar.
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