Empecé a
expoliar viajes al poco de llegar a Madrid. Era el boom de los vuelos lowcost
y, para pasmo de mi naturaleza sedentaria, no había conversación en la que
alguien dejara de relucir que había estado en tal o cual destino de un exotismo
que ya empezaba a ser dudoso. Aquel
2007, por ejemplo, fue el de Tailandia y el de la bipolaridad. Un país y un concepto
tan manoseados, que se convirtieron, en mi particular imaginario de bicho raro,
en unos claros referentes de la estupidez.
Fiel a mi
naturaleza callada, me dedicaba a escuchar y a trasegar alcohol con la
parsimonia de un hipopótamo, a la espera de que alguien cambiara de tema. El problema era que la gente no tenía nada
interesante que decir y los viajes ofrecían la oportunidad de hacer una puesta
en común sobre experiencias ligeramente discordantes en las que cada gurú de La
Experiencia Única ponía su particular guinda sobre el pastel o pastiche
elaboraban sobre un país que había n visitado como turistas y del que se
atrevían a pontificar. Consejos, tips,
dónde se comía mejor, qué rutas eran las menos transitadas por los turistas
(categoría de la que se autoexcluían con total desfachatez), o cómo regatear
con nativos que no tenían dinero ni para calzarse.
Pasado el
tiempo, tal vez por mero aburrimiento o por simple dejadez, empecé a
integrarme, sobre todo cuando me presentaban a alguien. Tenía material de sobra
y la dosis necesaria de prudencia para resultar medianamente convincente, sin
que se descubriera mi impostura. Bastaba con realizar comentarios vagos y
generales, con los que todo el mundo parecía estar de acuerdo, sobre esas ciudades
en las que nunca había estado, ni pensaba visitar.
Por regla
general, la gente es demasiado cobarde o educada, según se mire, como para
empezar a contradecir los argumentos de alguien a quien se acaba de conocer. Y
en caso de encontrarme con alguna de esas personas que se empeñan en refutar
cualquier opinión ajena, me limitaba a darles la razón y a tomar nota mental de
las tonterías que pudieran decir, en caso de que fueran provechosas para mis
futuros fingimientos.
Así, era fácil
afirmar que Berlín era la capital europea más vanguardista, que en Budapest uno
podía sentirse embriagado por una gris melancolía, que Nueva York te transporta
a una película de Woody Allen o de Scorsese, según gustos y ganas de hacerse el
duro de postal, o que la monumentalidad de París ridiculizaba al resto de
capitales europeas.
Eran generalidades de manual que cumplían la
misma función que hablar del tiempo en un ascensor, así que empecé a
perfeccionar la técnica recabando información en Internet y rebuscando en las
páginas especializadas en viajes las opiniones más peregrinas, que enriquecía
caprichosamente. Así, me sorprendía a mí mismo hablando de aquel diminuto restaurante
del Trastevere que sólo está abierto a determinadas horas de los días en los
que le apetece abrir a Massimo, el cocinero gordinflón que es un fanático
empedernido de la Lazio, una persona a la que en mi vida conoceré, pero a la
que soy capaz de poner por las nubes y, ya puestos, inventar que tiene un
bigote inverosímil con pelos enormes como
tagliatelle.
Poco a poco, mi
popularidad fue creciendo de la mano de la desfachatez con la que inventaba
anécdotas viajeras imposibles de verificar, pero adornadas con la suficiente
dosis de verismo que las convertía en irrefutables. Una de las historias que captaba
más atención era la de mi viaje a París la semana pasada, siempre era la semana
pasada para dármelas de cosmopolita, en la que había entablado amistad con uno
de los encargados de la gestión de la Torre Eiffel, que me había invitado a
comer en su casa tras resolver unos asuntos de trabajo que no venían al caso, y
que me había asegurado en la sobremesa que la famosa construcción había
empezado a inclinarse ligeramente y que pronto habría que limitar el número de
turistas que la visitaban a diario. Estaba previsto que en unos años la torre
tuviera el suficiente grado de inclinación para empezar a competir con la de
Pisa que, por otro lado, estaba destinada acabar revestida de un enorme corsé
metálico que evitara su derrumbe. La rivalidad entre italianos y franceses en
materia turística dependía en gran medida de esa puja entre las dos
construcciones.
Aunque no era
raro encontrar a algún aguafiestas que tratara de desdecirme, asegurando que
era imposible que la torre francesa se inclinara debido a su sus sólidos
cimientos y a su particular estructura, me las arreglaba para mencionar
estudios geológicos inexistentes que habían estado en manos de mi amigo francés
y que aseguraban que, aunque aún de forma imperceptible, la famosa antena iba a
acabar torciéndose de forma inexorable. Aprovechaba estas invectivas para
atacar la cerrazón del carácter español, tendente al escepticismo como argumento
de inicio y acababa colapsando a mi oponente con un discurso tan vacío como
profuso. Estuve tentado de hacer carrera política, pero de buen seguro que me
hubieran hecho viajar y pudo más la pereza.
He de reconocer
que la vida me ha ido tratando bien y a mis casi setenta y cinco años puedo
enorgullecerme de no haber salido del suelo patrio, sin que nadie se haya
percatado de mi impostura. A mi juicio, esta proeza dice mucho de las falsas
atribuciones que se le conceden al hecho de viajar, ya que se me considera una
persona tolerante, de mente abierta y capaz de adaptarme a cualquier situación,
enfoque cultural o punto de vista. Y todo esto, por haber conocido mundo. Soltero
empedernido, disfruté de la compañía de mujeres que cayeron fascinadas por las
historias que les contaba un auténtico hombre de mundo y por suerte tuve
familia que me empujara a viajar tras mi jubilación. No puedo evitar fantasear
con hacer un primer viaje, tal vez el último, a París, resignarme a hacer una
larga cola, como el ganado esperando turno en el matadero, y tocar con mis
propias manos el inclinado cuerpo de metal al que mi torcida imaginación
pareció condenar.
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