Como despedida,
nos regalamos un acuerdo, una forma de afrontar la ruptura como personas
adultas, educadas, con las ideas lo suficientemente claras como para sofocar
con humor o sentido común los rescoldos de dolor que pudieran asomar en cada
frase: por ejemplo ese guiño cinéfilo, sutil ironía, de decir que éramos como Woody Allen y Mia Farrow, identificándonos con una relación
complicada pero madura, lejos de las convenciones, de la opinión de la gente.
Estábamos a años luz de cualquier drama, disfrazamos el fin de la relación como
un ensayo acordado y decidimos que podíamos vernos de vez en cuando para tomar
un café y reírnos de todo.
―Porque en el
fondo no ha pasado nada.
―Se ha acabado, sin
más, estas cosas pasan.
―Podemos seguir
siendo amigos.
―La gente no
entiende la relación tan especial que tenemos.
Y todo el
forraje de frases vacías que hiciera falta para engañarnos.
Pero de nada
valía alargar el discurso, cuando la venda era ya lo bastante larga como para
cegarnos a los dos y tratar de olvidarnos de lo sucedido y seguir nuestras
vidas.
Zanjado el
ritual de la ruptura civilizada, no me quedó otro consuelo que aprovechar para
lanzarme en brazos de la lujuria, así que acometí la tarea con el brío
acostumbrado de quien se siente capaz de todo. Gozaba del respaldo que a mi confianza
proporcionaba el recuerdo reciente de lo
que era un cuerpo ajeno bajo las sábanas. Fue vano el intento, porque tres años
de relación me habían llevado a un completo abandono de mi físico, que había
que reconocer que estaba poco presto a acometer lides carnales con desconocidas.
La inicial
seguridad se fue desvaneciendo a medida que las sábanas se enfriaban y yo me
estrellaba contra las barras de los bares, desubicado ante tantos competidores,
mucho más jóvenes y ágiles en el regate sexual.
Me engañaba fantaseando con que alguna noche encontraría a esa chica
prototípica que deseara desplazar las ensoñaciones freudianas con el padre
ausente que pagaba su estudio en el centro de Madrid con el primer maduro
interesante que le prestara algo de atención. Pero volvía sólo a casa todas las
noches, o como mucho acompañado por algún amigo gorrón que se empeñaba en
meterse en mi taxi y dar un rodeo inverosímil hasta su casa, para ahorrarse la
carrera.
Pasados un par
de meses, la rutina laboral y el alivio que proporcionaba a mi subconsciente el
hecho de haber dejado de soñar que Carmencita me había dejado por un señor con
un bigote tan recio como el que había tenido mi bisabuelo, hicieron que mi vida
volviera al tono beige que siempre había tenido. Me entretenía cocinando, haciendo
mío el piso del extrarradio al que me había mudado, e incluso me atreví a
empezar a decorar la casa a mi gusto. La madurez adquirida tras una corta pero
intensa relación impidió que llenara la casa de pósters de mis artistas
preferidos, así que compré un par de plantas, toallas buenas para el caso de
tener una hipotética invitada, perchas de madera, recias e impecables, con las
que orienté todas las camisas en dirección este-oeste, según los consejos sobre
feng shui que me dictó una amiga y metí en la casa un periquito.
Carmencita
siempre se había opuesto a tener animales en casa, porque ya tenía suficiente conmigo, como le gustaba remarcar cada vez que
encontraba un calcetín en el hueco del sofá o me desperezaba apoyándome en las
paredes del pasillo hasta sentir una sacudida cervical que me paralizaba con un
doloroso y eléctrico placer. Un perro
suponía demasiadas obligaciones y temía no tener tiempo suficiente para
sacarlo, sometiendo a la pobre criatura a demasiadas horas de soledad. A los
gatos les tenía alergia, no tanto por los pelos como por el cariño desmesurado
que le profesaban algunas de mis amigas, expertas en colgar fotos de sus mininos en las redes sociales, ocultando su
rostro con los gatos a modo de velo o embozo.
El periquito, de
nombre Pocholo, me lo regaló la portera de la finca, alegando que precisamente
el gato que tenía había intentado emular en alguna ocasión a Silvestre, el de
los dibujos animados. Aunque el nombre era ridículo, decidí conservarlo para
evitar traumas a la criatura y que reconociera de forma más efectiva a su padre
adoptivo. Sabía, además de su nombre, decir hala
Madrid y joputa, grosería sobre
cuyo origen la portera se desvinculaba, alegando que las paredes eran de papel,
que era culpa de los vecinos del bajo, que siempre estaban de gresca y que el
pobre pajarito carecía de maldad alguna.
El bicho me hizo
gracia desde un primer momento. Estaba loco como una cabra y dedicaba la mayor
parte del tiempo a darse picotazos contra los barrotes y un pequeño espejo ante
el que ejecutaba una suerte de ritual de la locura, o reaggeton aviar,
balanceando la cabeza y chocando el pico con su alter ego reflejado. Aunque
muchos hubieran juzgado que era demasiado escandaloso, fuera por la luz tenue
que utilizaba para leer, o porque el animal intuía que yo necesitaba algo de
tranquilidad, cesaba su parloteo en el momento en el que yo me repantigaba en
el sofá para leer. No eran estas largas sesiones de lectura fruto de la
ausencia de televisión y de la exasperante lentitud con la que mi proveedor de
ADSL estaba gestionando el cambio de domicilio, sino una necesidad de evadirme
de la realidad. Me gustaba sumergirme de nuevo en los clásicos, reencontrarme
con aquellos viejos amigos, gracias al
placer de la relectura, con aquellos autores cuya obra habíamos discutido
Carmencita y yo en aquellas largas noches de vino y tertulia. Leía unas pocas
páginas y sin querer me acordaba de lo mucho que nos gustaba tal o cual
capítulo de aquella novela de aquel autor que uno de los dos había recomendado
al otro. Y volvía sin querer a mi mente la imagen de ella, abandonaba la trama,
el mundo de las ideas y pensaba en la forma despreocupada en la que se recogía
el cabello en una coleta, en cómo ese gesto tan inocente hacía que su pecho, ya
de por si voluminoso, se transformaba en un ariete que vencía mis defensas.
Me fastidiaba
pensar en ella justo cuando estaba empezando a sentirme libre de cualquier
atadura, aunque no fuera como ejercicio nostálgico del pasado, sino como mero
objeto de deseo. No echaba de menos la parte intelectual de la relación, sino
su culo y sus tetas y eso era algo que no convenía a mi salud mental, y que no
concordaba precisamente con la imagen de persona erudita y contenida que tantos
años me había costado conseguir. Dejé el libro de Henry James sobre el suelo y
contemplé la involuntaria tumescencia que había surgido bajo el pantalón del
pijama. Sin acceso a Internet, no tenía a mano el alivio burdo pero eficazdel
porno y tampoco me apetecía fantasear con Carmencita. Un ruidito junto a mi
oído, me hizo dar un respingo. Levanté la cabeza sofocando un grito y escuché
un aleteo, que se detuvo tras unos segundos. Dirigí la mirada a la jaula y mis
sospechas se confirmaron: la puerta estaba entreabierta y Pocholo se había
escapado.
Por suerte todas
las ventanas estaban cerradas, así que no había posibilidad de fuga. Un
brochazo azul revoloteó ante mí, para detenerse en el extremo opuesto del sofá,
entre mis pies. Pocholo me observaba con su mirada psicótica, círculos
concéntricos de locura animal, tan propia de los periquitos. No iba a ser fácil
atraparlo sin que su integridad física corriera peligro, así que decidí
ignorarle, a expensas de que regresara a la jaula en busca de comida o bebida.
Pero el bicho seguía impertérrito, observándome fascinado, sin emitir un solo
sonido. Cogí el libro y lo usé como parapeto para espiarle a hurtadillas, pero
emitió lo que me pareció un leve sonido de disgusto. Deposité el libro de nuevo
sobre mi pecho y empezó a mover la cabeza alborozado, mientras avanzaba por mi
pierna izquierda. Volví a usar el libro a modo de barrera y se detuvo a la
altura de mi rodilla. Las gafas, al parecer lo que reclamaba su atención eran
las gafas; el brillo vítreo le atraía igual que el espejo de su jaula. Reprimí
una carcajada, porque el libro actuaba a modo de mando a distancia, deteniendo
o avanzando el avance del periquito según mostrara u ocultara mi rostro. Por un
error de cálculo, o tal vez por la tendencia de estos animales a posarse en lo
alto, Pocholo se detuvo sobre mi entrepierna, que mantenía el volumen de su
promontorio para mi sorpresa, pese a lo cómico de la situación. Fue entonces
cuando todo se desencadenó. Noté un leve pinchazo en aquella zona tan delicada.
Pocholo había estado a punto de caerse por el súbito vaivén provocado por el
volumen creciente del bulto en el que se había posado y las garritas con las
que se aferró para mantener la posición me provocaron un cosquilleo agradable. A
medida que aquello crecía, el pájaro iba clavándose con más y más fuerza y
empezó a mover la cabeza de forma acompasada. Sin pensar en nada, morbosamente
excitado, provoqué la danza del pájaro moviendo mis gafas sobre el puente de la
nariz, enloqueciendo a la criatura con el brillo de los lentes, los mismos con
los que tan delicadas lecturas me habían congraciado con el amor desde mi
juventud.
En el momento
final, lancé un grito sin pensar en lo finas que pudieran ser las paredes, en
las cruces que pudiera hacerse la portera o en nada que no fuera carne y dolor,
sexo y laceración. Pocholo me soltó un picotazo que provocó el clímax y desplegó
las alas, cruzando la sala mientras soltaba una ristra enloquecida de joputas que abrieron la simbólica puerta de la jaula en la que yo
tenía encerrada mi yo más salvaje, esa bestia primigenia que nos hace danzar a
todos, como fieras seducidas por brillos ajenos, en busca de un fuego que nos
haga sentir vivos.
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