Hasta que no pasaron unos cuantos años, no supimos apreciar la vis
cómica de la película, no podría decirse hasta qué punto buscada por el Gran
Director Sueco. El humor estaba reñido con la trascendencia y por aquel
entonces nos gustaba lucir una pose intelectual que ahora considero tierna y
candorosa, como la creencia del niño que piensa que no hay persona más sabia
que su maestro de escuela. Éramos culturetas de pueblo y ahora hay que
reconocer que no estábamos formados lo suficiente como para distanciarnos de la
obra y apreciarla en un contexto que ni siquiera conocíamos. Además, nos
contagiábamos unos a otros, retroalimentando nuestras opiniones casi siempre
concordantes de críticos aficionados y gregarios. Nos obstinábamos en interpretar
la película como lo que no era, un monolito plantado como un dedo enorme que
acusaba a Dios de su abandono, un homenaje a la Muerte y a la inefable
obsolescencia del ser humano: palabras grandilocuentes con las que nos
cargábamos de razón y nos sentíamos reguardados tras la pedantería engolada de
nuestros jerséis de cuello de cisne. Hablábamos, hablábamos sin cesar y nos sentíamos imbuidos por un Pentecostés
pagano, por aquella Europa que nos había sido negada, todos fantaseando con ser
un poco Sartres o Simones de Beauvouirs, obviando el olor a refrito y carajillo
del bar en el que celebrábamos nuestras
tertulias.
El Séptimo Sello era nuestra obra maestra de referencia. En parte, por
devoción, en parte porque en el cine del pueblo había una copia cuyo origen
desconocíamos, aunque sospechábamos que había sido abandonada allí por un
distribuidor enfadado por el escaso éxito comercial del film. Al menos una vez al año, la película se
exhibía para nuestro deleite, pese a ser considerada un mal endémico por los parroquianos. Un caballero jugando al
ajedrez con la Muerte en una playa, la exquisita distinción de La Parca con la
nobleza, hablando de tú a tú con el guerrero, mientras los cadáveres de los
aldeanos muertos por la epidemia de peste eran apilados como fardos en una
carreta, camino de la hoguera, despojados de cualquier dignidad, sin lágrimas
que pudieran nacer de aquel miedo descarnado a la ira de Dios. Marga, que
escondía el carnet del PCE en la misma caja de zapatos donde guardaba las
cartas subidas de tono que le enviaba el cura del pueblo, se atrevió a postular
que la película era un alegato encubierto contra la tiranía y que la Peste Negra
era un símbolo de la revolución, que igualaba todos los estamentos con su
juicio inapelable. La dictadura nos había ensombrecido el carácter y habíamos olvidado la importancia de la
comedia, aquejados de una artrosis del buen humor que nos enquistaba, varados
en un discurso en el que nos sentíamos cómodos, repantigados en una disidencia
de bar y consignas que no llevaban a ningún sitio.
Fue Andrés el primero en sugerir que la clave de la película estaba en
los siervos, en los comediantes, en la
gente sencilla, aferrada a los placeres más básicos. Más allá del discurso
intelectual, lo que a Bergman le
volvían loco eran las mujeres, sólo había que ver el elenco de rubias del que
se rodeaba. Marga, por supuesto, tildó la idea de machista y protestó contra lo
que consideraba una concepción falocéntrica del arte, que estaba muy superada
en los países nórdicos. Ella, que no había estado más al norte de Segovia.
―Ahora me dirás que la espada del caballero es un cipote.
―Tú búrlate, pero este mundo se ha construido bajo la opresión
machista. Sois tan cerriles que juzgáis mis ideas con condescendencia, por el
mero hecho de ser mujer.
―Marga ―intervine―creo que en todo momento te hemos tratado como una
igual. De hecho, creo que hoy te toca pagar los cafés.
Marga me lanzó una mirada que me hubiera partido en dos, en caso de
tener el mismo poder que el afilado borde de una espada fálica, pero aceptó la
broma y rebuscó el enorme bolso de punto que llevaba siempre a cuestas, hasta
sacar el monedero.
―Los cafés y las copas, que siempre que me toca a mí parece que os
entran ganas de calentar el gaznate como si se acabara el mundo.
―El fin del mundo siempre acecha, hay que estar preparado para reírnos
de las barbas de Dios―murmuró Andrés, parodiando un sonsonete sacerdotal.
Andrés y yo, sabedores de la historia que se traía entre manos Marga
con el cura, nos miramos con malicia, disfrutando del rubor que arrebolaba las
mejillas de nuestra camarada.
― ¿Sabéis que os digo? Que no tenéis ni idea de lo que estáis hablando.
Bergman es mucho más que unas rubias y unas tetas, para entenderlo hay que
conocer a fondo el luteranismo y la obra de Ibsen.
―Esa frase habría que enmarcarla. Podríamos escribir un tratado que se
llamara Bergman no son tetas. Seguro
que acabábamos dando conferencias en la Filmoteca de París.
Andrés estaba exultante, pidió otra ronda más pero yo me excusé, porque
empezaba a dolerme la cabeza con tanta palabrería barata y yo tenía que
madrugar a la mañana siguiente para dar clases en el instituto. Cuando salí del
bar, los dejé enzarzados aún con el tema, con una botella de pacharán de por
medio.
No me extrañó verles el fin de semana siguiente cogidos de la mano por
la calle. Se detuvieron un momento y se
besaron a plena luz del día. Me dio un poco de apuro haberles sorprendido y me
metí de refilón en un portal, hasta que pasaron calle abajo. Desde la oscuridad,
sonreí para mis adentros. Lo del cura y la comunista era una historia de
sainete y tuvo el final esperado. El sacerdote acabó siendo trasladado a
Barcelona, tras la delación al señor obispo por parte de alguna beata de sus
relaciones demasiado amistosas con una comunista. Semanas después, Franco
perdió su particular partida de ajedrez con la Muerte, sin la dignidad del
caballero, convertido en un amasijo de carne que se aferraba a la última pieza
de una partida demasiado larga que acabó demostrando, como empezamos a
sospechar aquella noche de tertulia, que también la Parca podía hacernos
felices.
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