Todavía se
siente como el niño que incordiaba a su madre mientras cocinaba, preguntando
por cada uno de los pasos de la alquimia alimenticia, que para entonces era una
amalgama de desconocimiento, curiosidad y atracción pirómana por usar los fogones. Prueba el caldo con la cuchara de madera y
corrige con un pellizco de sal, el justo exceso para que el arroz lo absorba.
La presencia del conejo en el sofrito da el toque de dureza necesaria, que
compensa con la dulzura del garrofó y
el fondo horizontal pero necesario del pollo en el paladar. Ahora que todos los
ingredientes se hermanan en la paella, en ese pequeño infierno dantesco de
hervores y penitencia compartida, es el fuego el que cobrará protagonismo,
regulador de la justa proporción entre caldo y cocción.
Recuerda sus
primeros arroces de adolescente, quemados y a la vez pasados, regados con
alcohol en las acampadas con los amigos,
el momento en el que sus padres lo consideraron lo suficientemente mayor
como para dejarle solo en casa, en su enfurruñamiento de falso misántropo, sin
necesidad de dejarle la comida preparada y, mucho más reciente, cuando cogió el
relevo al mando de la cocina, porque no había más remedio. Hace mucho que no se
le pasa el arroz, o que el socarrat se
convierte por descuido en el amargo desastre del quemado, pero en justa
correspondencia a sus habilidades, se ha vuelto el más exigente de sus
críticos. Por mucho que los amigos alaben el sabor y textura de sus arroces,
sabe que aún están lejos de alcanzar el punto exacto.
Por eso mismo,
cuando después de los aperitivos y la tertulia insustancial y necesaria, un
ingrediente más para dejar reposar el arroz, prueba con gesto escéptico la
primera cucharada, una amargura le rompe desde muy adentro. Esta vez no hay
dudas: está mejor que nunca. Su satisfacción se enlaza de inmediato con la
tristeza y reconoce en el brillo de satisfacción de la mirada de los suyos, en
el escueto elogio de su padre, en el silencio de todos mientras rascan el fondo
del paellón que comparten, que su madre se aleja ya para siempre, que ese arroz
es digno de ella, que con cada cucharada su recuerdo da un paso atrás, con una
sonrisa en los labios.
Maestro, ...gracias.
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ResponderEliminarBuenísimo, Fleischman.
ResponderEliminarTe lo dice una valenciana metida a literata.
:-P
Un abrazo.
Anda, si somos paisanos.
ResponderEliminarGracias, Vic!
He paseado por tus palabras y a la tarde le ha dado por ponerse calma y hermosa. Me llevé de ese verso de versos con nombre de receta de cocina italiana, Malasaña, risas y regusto como de amistad antigua, un libro de poemas precisos y hermosos -dedicado con palabras que agradezco mucho, aunque mi torpeza no me permitiera leerlas hasta que llegué a casa- y una cálida sensación de complicidad. Pedir más sería pecado gordo.
ResponderEliminarGracias por todo y un abrazo de alta montaña.
Muchas gracias, Josep. La verdad es que fue un gustazo encontrarnos, porque más que conocernos, nos reconocimos.
ResponderEliminarMenos mal que llega ya el verano!!
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