La profesora patizamba de latín, con aquellas gafas ahumadas que ocultaban gran parte de su rostro abotargado, las patillas torcidas, camufladas entre la pelambre de las de ella. La volcánica precisión con la que proyectaba bombas de saliva al declinar en la pizarra. Aquellas pantorrillas como columnas dóricas, homogéneas desde el tobillo hasta la rodilla. Su sola presencia, balanceándose sobre la tarima, era capaz de petrificar las hormonas de cualquier adolescente. Mercedes la Medusa, mostrando el latifundio de sus posaderas cuando se inclinaba para encender la estufa de butano con la que teníamos que apañarnos durante el invierno. Pero no, mejor no recrearse en esa imagen.
Será más eficaz pensar en algo más desagradable: el profesor de gimnasia, cuarto de EGB, sus ojos brillantes de roedor, la inocencia con la que nos acercábamos a él para que tonteara con nuestras colitas. No, por aquel entonces aquello no era pederastia. Esa palabra, por muy culta que fuera, no existía en un colegio salesiano. Eran pequeñas bromas, pellizquitos amistosos, cosas de poca importancia. Pienso en aquel cabrón risueño masturbándose luego en su casa, tal vez vestido con unos ligueros, a mano un consolador sucio. Demasiado desagradable, puedo pecar por exceso y echarlo todo a perder. Además, tampoco es necesario retroceder tanto en el tiempo, yo que siempre denosto la fijación que tiene la gente con la nostalgia, esa moda estúpida de intercambiar recuerdos de consumo común.
Echo un vistazo al reloj de pulsera que he dejado sobre la mesita. Apenas han pasado cinco minutos y empiezo a sentirme inquieto. Detesto darle vueltas a la cabeza en la cama, preferiría relajarme sin más, pero en muchas ocasiones mi imaginación proyecta, de forma no del todo involuntaria, un carrusel de imágenes que tratan de ahuyentar a mis fantasmas. Algunas son recurrentes, otras caprichosas. Por mucho que trate de forzar su aparición, siempre son ellas las que se enlazan con naturalidad, como si esperaran en bambalinas pisar el escenario, tras el gesto oportuno de un director de escena demente. El peligro es que, por muy lejanos que sean estos recuerdos y estampas, por mucho que trate de aprovecharme de ellos para evadirme, siempre tratan de aferrarse al presente, adherirse de alguna forma al aquí y ahora, recuerdos que ansían volver a sentir cómo el tiempo se desgrana.
No, las divagaciones existenciales de todo a cien tampoco me van a ayudar. Corro el peligro de saltar al otro lado de la orilla y hundirme en la blandura del fango. Se trata de fluir, de dejar que la corriente me lleve de forma plácida hasta la meta, sin prisas. El rugido de las cataratas está aún lejos, debe estarlo.
Siete minutos. Siete míseros minutos y no hago otra cosa que utilizar metáforas manidas, palabrería para huir del fracaso. Hablando de fracaso, hoy ha sido otro día de mierda en la oficina, más presión por el mismo sueldo y mi jefa cada vez más estúpida. Sólo me faltaría ponerme a pensar ahora en el trabajo, como si no soñara con él todas las noches, como si no tuviera mi dosis nocturna de estrés diluido en unos sueños en los que he de realizar tareas absurdas. Mi jefa, mi jefa se parece, ahora caigo, a la profesora de latín. Podría ser su hija, la imagino crecer amamantada por las ubres de los clásicos, la típica hija de maestra: relamida, sabelotodo, pacata. Todo para más tarde repudiar las letras y meterse a estudiar Empresariales y con un poco de suerte y alguna visita furtiva al despacho del decano, sacarse la carrera. Todo esto es muy sucio y machista, no voy a negarlo, pero no puedo evitar fantasear humillándola. Alicia Villalta, responsable del departamento financiero, de rodillas ante mí suplicando perdón porque he descubierto su gran secreto: que no es licenciada, que ya no se sabe la primera declinación, que su mamá le daba el pecho hasta los cuatro años, que ella también tocaba las colitas de los nenes, que ahora no sabe cómo putearme más, que hará lo que yo le pida y yo entonces es cuando la cojo de la cabeza y a la mierda el fluir, la corriente, los consejos de mi terapeuta, la cara de resignación de mi mujer y lo poco que he tardado de nuevo en correrme.
Buenísimo, Fleischman, de principio a fin.
ResponderEliminarAbrazos.
Es un relato con mala leche, jijiji
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