― Inyéctale un pincho de tortilla y quédate fuera.
El compañero obedeció
y salió a vigilar que nadie se acercara a la puerta que daba acceso al pasillo,
no sin antes dirigir una mirada de desprecio al prisionero. Mientras mascaba
nicotina sintetizada, Tarik Romero fantaseó con las medallas que se colgaría
cuando el guiñapo que tenía ante sí confesara el sacrilegio. Los miembros del
Comité estaban extremadamente nerviosos desde el robo de la partitura del Himno Nacional, una
grave ofesnsa que había desencadenado la revuelta. Habían logrado contratar a
la mejor de las medusas canoras del planeta Murango para el acto refundacional
de la nación, así que causó una grave
conmoción la desaparición de la partitura con la letra y los acordes que tenían
que aunar a todo un pueblo.
Tarik, hijo de
colombiano y senegalesa, tenía bien claro el concepto de patria. Consistía en
una forma particular de cocinar, de hablar y de repartir hostias. Los
casticistas como él se habían volcado con fanática dedicación a la ardua tarea de
recuperar el español sin tener noción alguna de de Etimología, Gramática Histórica e incluso caligrafía.
Partían de una base fidedigna y cuya autenticidad había sido contrastada, eso
sí. Los viejos manuales y diccionarios se habían perdido para siempre tras las
leyes monolingües continentales, pero contaban con unos valiosos tesoros
lingüísticos, rescatados de la basura acumulada en el sótano en el que ahora
mismo se encontraban: la carta de un viejo restaurante de Carabanchel
especializado en tapas, un catálogo del Corte Inglés y una copia holográfica de
un partido de la Selección Española en el mundial de fútbol de Corea y Japón,
que fascinaba a todos por la virilidad de Camacho, el entrenador. Durante
meses, los insurgentes neoespañolistas habían registrado cada una de las
palabras que encontraron en estos documentos, con una meticulosidad casi religiosa,
propia de un lexicógrafo profesional.
Pero las
palabras aprendidas se utilizaban caprichosamente. Se tenía más en cuenta su
eufonía que razones estrictamente lingüísticas. Había sido una ardua tarea,
secreta, silenciosa. Forjaron una nueva normativa desde la clandestinidad y la
ignorancia. Los referentes que habían surgido desde la desaparición del español
eran bautizados por un comité de ociosos.
Así, un convector de energía negra era un regate o el material sintético con el que se
elaboraban las sensuales cabinas sexuales era llamado callo con chorizo. Lo importante era recuperar una lengua genuina,
aunque fuera deficitaria, porque detestaban el suomisajón, el idioma con el que habían sido juzgados. No iban ahora a
detenerse en nimiedades. Y si a una inyección había que llamarle pincho de tortilla, se hacía uso del término
sin remilgos.
Rescatada la
lengua y reinventada la bandera con una sábana bajera, todo parecía dispuesto
para llevar a cabo la reinvención de la patria. Tras una dura y breve lucha
contra el opresor, los insurgentes habían conseguido hacerse con el poder, gracias
a un derramamiento de sangre provechoso y a la crueldad de rigor con el vencido.
El siguiente paso era imponer una lengua, una bandera y un himno. Tarik se veía ya con el rojo de la selección
cubriendo su negra piel, como un togado senatorial de la antigua Roma. El
Comité había decidido que los componentes del gobierno irían vestidos como los
chicos de Camacho: furia, raza, entrega. A partir de esas tres ideas habían
redactado entre todos el himno que ahora había desaparecido. Bajó de las nubes
y se concentró de nuevo en el pelele que temblaba a su lado, víctima de la ira
neoespañolista que buscaba merecido desahogo en las carnes del principal
sospechoso.
El prisionero no
hablaba neoespañol, así que el
interrogatorio se había limitado al monólogo de violencia propio de estas
situaciones. Tenía el rostro hecho un mapa, después de tanto tortazo a mano abierta y tantos chicles de nicotina
aplastados sobre su piel. Estos no quemaban como los cigarrillos, pero tenían
un efecto humillante. En el interrogatorio habían participado entusiastas rebeldes
dispuestos a palpar la cara al cautivo, pero el que llevaba la voz cantante era
el negro Romero. El pobre desdichado suplicaba
más que respondía en suomisajón. No entendía qué era aquello del pincho
de tortilla, ni de qué himno le estaban hablando. Llevaba horas atado en un
pequeño habitáculo de la base de operaciones de los conspiradores, el sótano de
un viejo edificio en el centro de Madrid. Cuando Tarik consideró que el suero que
le habían inyectado debería haber hecho su efecto, reanudó el interrogatorio.
Lo que sigue, es una interpretación aproximada al nivel comprensivo del lector.
― Sabemos que has robado la partitura del
himno. Eso es un hecho. Otro es que vas a sufrir como no nos digas dónde está.
Te sacaremos los callos y el chorizo.
― No sé qué dice, por favor, desáteme. ¡No
he hecho nada!
― Quizás pensabas que podías huir en tu
plato combinado o hacernos falta por la espalda con ese pincho moruno que
escondías en tu Semana Fantástica. Pero de eso nada.
― ¿Eh?
―¡Mierda de suero! Debería haberte hecho
efecto ya. ¡Con dos cojones, con dos cojones! ¿Pero tú sabes lo que cuesta
entrar en la selección, desgraciao? –
le espetó mientras volvía a abofetearle.
En realidad, el
supuesto suero de la verdad no era más que un laxante. No era de extrañar que
la inyección no le hubiera soltado la lengua del interrogado, sino que relajara
otras partes de su anatomía.
―¡Yo sólo me ocupo de limpiar las
habitaciones, déjeme en paz! ― gimoteó el prisionero antes de ponerse a llorar
definitivamente.
Tarik salió de
la habitación disgustado. Empezaba a oler mal allí. El resto del edificio
mostraba las secuelas de la batalla que había tenido lugar horas antes. Restos
de mobiliario destrozado, medicamentos esparcidos por el suelo, cristales rotos
y sangre por doquier. Sus compañeros de rebelión le respetaban, pero en sus rostros
se reflejaba el miedo que provoca adivinar la duda en la mirada del líder. Uno
de ellos sostenía algo en las manos.
― Tarik, no creo que cante.
La medusa
canora, una sepia que habían encontrado en el congelador de la cocina, parecía
poco dispuesta a esperar el hallazgo de la partitura para emitir su bello canto. Sus tentáculos colgaban lacios de la mano del
camarada. Tarik la cogió con aire circunspecto y se dirigió a sus compañeros.
― Camaradas, sin himno ni diva no hay nada
que hacer. No hay enemigo pequeño ni rebaja moral más sorprendente que esta.
Pero será mejor que nos vayamos a dormir. Ya vendrá una nueva Primavera al
Corte Inglés.
Cuando llegó la
policía, no encontró resistencia alguna. Los alborotadores dormían relajados en
sus habitaciones. El encargado de la limpieza fue hallado en la enfermería
atado de pies y manos sobre un charco de heces y orina. No se supo nada del
himno, ya que la partitura había sido arrojada a la basura como un papelucho
más la semana anterior al limpiar las celdas.
Los encargados
del hospital psiquiátrico nunca hubieran podido prever las consecuencias del
hallazgo de material en español por parte de un interno con esquizofrenia
paranoide. No se llegó a saber cómo un residente podía haber accedido al
sótano, como nunca se alcanzaron a conocer los trapicheos entre Tarik y uno de
los guardas a cambio de nicotina sintetizada. Por suerte, el adalid mestizo no
se había agenciado el material más peligroso, una pila de revistas del corazón
que llevaban años apiladas en uno de los rincones del subterráneo.
Las
consecuencias podrían haber sido mucho peores.
¡Lo que me he reído! Genial, Fleischman.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, Vic!
ResponderEliminarmolt bo,cosi,besets.
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