André Breton oye desde la butaca donde
está leyendo las Confesiones de San Agustín que alguien sube por las escaleras.
Vive en un ático y su único vecino es el del bajo, por lo que no hay
posibilidad de confusión. Los pasos se dirigen hacia su apartamento y son el
claro indicio de que sus invitados llegan fieles a la cita. Guarda el libro
religioso en la estantería que hace las veces de librería y armario de cocina,
con el lomo pegado contra la pared, asegurándose de que el título no está
visible, se ajusta las gafas, carraspea, arroja a la pileta el té, ya frío, que
había olvidado absorto en la lectura, y vuelca en la taza un buen chorro de
absenta, con el que aclara la garganta y sus ideas.
Detesta el fuerte sabor del licor que
le abrasa el paladar, tanto como que sus invitados hayan acudido a la hora
acordada. La impuntualidad debería ser dogma de fe en cualquier artista que se
precie y aquella lluviosa tarde de 1924 iba a pasar necesariamente a formar
parte de las páginas de la historia de la literatura, por un acto programático,
consciente, fundacional. A duras penas le da tiempo a colocar sobre la caja de
madera que hace las veces de mesa su manoseado ejemplar de Trabajos sobre
hipnosis y sugestión de Freud,
antes de abrir la puerta. Se asegura de que la portada quede bien a la vista.
Le incomoda sentirse
más nervioso de lo esperado, a pesar de que sus invitados le brindan desde hace
tiempo una inquebrantable fidelidad intelectual. Éluard, Aragon, Soupault,
todos grandes admiradores de Rimbaud, artistas con la clara intención de
transformar el mundo desde la destrucción de los mecanismos psíquicos heredados
por la tradición cultural. Antes de abrir la puerta, se da cuenta de que ha
cometido un error fatal. Olvidó comprar canela para las galletas.
Aquel
descuido fatal lo paraliza. Tenía perfectamente calculados los gestos, las
pausas, las palabras que iba a utilizar. Pero, sobre todo, tenía preparada la
mención de la canela en el momento adecuado.
No necesita
agasajar con dulces a sus camaradas para moldear sus pensamientos, pero la
canela iba a dar un toque original e irremplazable en su discurso. La idea era servir, para acompañar el café de
calcetín, las endurecidas galletas que su madre le había hacía ya un mes,
temerosa de que desfalleciera en su inapetente intelectualidad. En ese momento,
sacaría el sobrecito con la canela, que mejoraría sustancialmente no sólo el
sabor de aquellas pastas, sino el futuro de la insípida literatura vigente. Espolvorearía
las galletas con canela, mientras comparaba a todos ellos con el revulsivo que
necesitaba el mundo de las artes y las letras, un elemento transformador,
revulsivo, resumido en una frase definitiva:
NOUS SOMMES L’AVENIR DE CANNELLE!
Ya no verá
los rostros asombrados, las sonrisas cómplices de sus compañeros, el
reconocimiento del espíritu del porvenir. Sabe que está dándole demasiada importancia a
una estupidez, que dispone de suficientes recursos oratorios para apoyar su
discurso, pero le fastidia que un olvido tonto haya dado al traste con lo que
iba a ser el símil perfecto, con la imagen que haría las veces de proemio a la
redacción del Manifiesto surrealista. Aferrado al picaporte, su hasta ahora
firme convicción trastabilla. No puede quitarse la canela de la cabeza, pensar
que no va a disponer del condimento, del toque frívolo y exótico a la
solemnidad de las frases que componen el borrador que ha preparado. Sabe que no
goza de las dotes evocadoras de Élouard, pero la mención a la capacidad de
transformación que el polvo de Ceilán puede tener sobre una materia tan pétrea
e insípida como las galletas de su madre, se corresponde en su justa medida con
la revolución literaria que todos ellos van a emprender.
Sin la especia, sus intenciones se licuarán en
otra tarde anodina de conversación sobre la necesidad de romper con la herencia
del naturalismo, mientras las lenguas de
todos ellos tratarán en vano de resucitar algún vestigio de sabor de las
galletas de su madre, que mascarán como los terrones cuarteados de un yermo del
que nunca se atreverán a escapar, simples comedores de tierra soñando con
arcilla mojada.
Cuando abre
la puerta, sus amigos le sorprenden al borde de las lágrimas, pero logra
contenerse. Sabe que por mucho que lleguen a un acuerdo, a un momento de
comunión intelectual, la tarde, esa tarde que iba a ser, ha cambiado. Falta un
detalle en el orden previsto, la canela en las galletas que iba a completar su
discurso, el punto de inflexión por el que nunca podrán llegar a ser surrealistas
puros. Se deja vencer por su auténtica naturaleza y mientras todos teorizan
entusiasmados sobre el movimiento literario que va a romper con todo, ordena
con disimulo las cuartillas en las que van escribiendo, coloca por grosor los
cigarrillos liados de la pitillera de Soupault, se asegura de que todos los
vasos contienen la misma cantidad de bebida y se traga las palabras de un caos
que nunca será capaz de expulsar.
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