A Jilll le gusta
imaginar que encoge hasta hacerse más pequeña de lo que ya es, para poder jugar
de tú a tú con las amigas que imagina, las pequeñas habitantes de la casa de
muñecas. Aunque nunca ha tomado té, conoce a la perfección el rito, las poses, las
palabras breves y amables que ha ido pudiendo rescatar las pocas ocasiones en
la que todo el mundo estaba en casa y aparentaban ser una familia.
Jill y su
hermana mayor Margaret viven con su abuela en Brixton, un barrio obrero de
Londres. Ella no entiende muy bien qué significa obrero, pero su padre siempre
está con la palabra en la boca. Al
menos, cuando aparece por casa. Porque papá, según dice la abuela, tiene que
trabajar para que ella crezca fuerte y sana y se convierta en toda una mujer. Por
eso tiene que viajar a países de nombres extraños y pasa muchos meses fuera. Jill
no quiere ser toda una mujer, quiere convertirse en muñeca y vivir en aquella
hermosa casa en miniatura que tiene en la habitación que comparte con Margaret.
Preferiría que papá dedicara menos tiempo al trabajo, que estuviera cerca y
pudiera arroparla entre sus brazos, fuerte, bien fuerte hasta convertirla en un
juguete de trapo. Margaret se ríe de sus ideas y le dice que eso no sucederá
nunca. Se ríe, pero Jill a veces escucha por las noches cómo su hermana llora
al poco de apagar la luz.
No siempre están
solas en casa. Mamá a veces tiene que hacer compañía a los amigos de papá, para
que no se enfaden con él por estar tan lejos. Jill no conoce el nombre de
ninguno de ellos, pero no le importa, porque se quedan poco tiempo, algunos
nada más que una noche. Margaret es maliciosa y no quiere a papá; le dijo una
vez que él no estaba de viaje, que estaba en la cárcel por robar y que nunca
más volvería a verle. Jill prefiere pensar que, si su padre ha robado algo, tal
vez fuera la fantástica casa de muñecas que le regaló para su cumpleaños. Por
eso parecía algo sucia y usada.
***
A Jill le gusta imaginar que encoge hasta
hacerse más pequeña de lo que ya es, para poder escurrirse como una salamandra,
con suerte hacerse invisible a los ojos inquietos que a duras penas adivina
bajo la luz de los focos. Algunas de sus compañeras se colocan con un a raya o
dos antes de empezar el show, pero ella prefiere imaginar que está actuando en
una película. Conoce las poses, las palabras suaves y amables de las comedias
románticas que alquilan ella y Annie, su compañera de piso. Son películas
pasadas de moda que las hacen llorar como tontas, no saben muy bien por qué.
Jill y Annie no
pueden permitise un piso en Brixton, porque, por increíble que parezca, aquel
barrio gris donde pasó su infancia se ha puesto de moda y los alquileres están
por las nubes. Gentrificación, lo llamaban en un suplemento dominical, según le
dice Jerome, su medio novio centroafricano que quiere siempre dárselas de listo
y saber las palabras más raras, olvidando las sencillas. Jerome es un poco
tonto, pero muy buena persona y la trata bien. Al menos siempre está en casa y
la cuida como nadie nunca ha hecho, balanceándola entre sus fuertes brazos,
como si no pesara nada, como si estuviera hecha de tela. No le importa que ella
trabaje en el club, ni que se desnude delante de desconocidos porque, según él,
el cuerpo no es más que la casa del alma y ella tiene alma de muñeca.
Jill sonríe
cuando Jerome le dice estas cosas, pero llora cuando él no la ve y le oculta
que hay meses que para pagar el alquiler tiene que irse a la cama con algún
cliente. Por mucho que necesite ese dinero, siente que se está regalando, se
siente sucia y usada, hueca y vacía como el recuerdo de aquella vieja casa de
muñecas que arrastra como única herencia.
Te felicito, Fleischman. El relato me ha emocionado.
ResponderEliminarUn abrazo
Muchas gracias, JuanRa!!
ResponderEliminarSoy de poco comentar, pero me gustó mucho tu entrada sobre Bocairent!
Me alegro. Caminabas tan silencioso que no te ví ;)
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