Ella suele
empezar el día refunfuñando, porque él tiene la manía de tirar de las mantas
hasta adueñarse de ellas, dejándola destapada. Es un enfado rutinario que asume
como costumbre, pero esa mañana sigue durmiendo una hora más de lo normal,
plácidamente arropada.
Cuando despierta,
la claridad que entra por la ventana de la habitación le confirma que los dos
se han quedado dormidos. Se queda un instante embobada, recorriendo con la
mirada el dibujo pasado de moda del papel que cubre la pared que da a su lado
de la cama. Odia aquel papel barato y sucio, su entramado absurdo de formas sin
sentido esparciéndose como una plaga por toda la casa. Tal vez la semana que
viene tengan tiempo y ganas para empezar a arrancarlo, aunque él siempre posterga ese momento con la excusa de
sus achaques. Pensar en todo aquel fastidio ha acabado de despertarla, así que
se levanta con cuidado, tratando de no despertar a su marido.
No enciende la
luz de la mesita y se dirige al baño. Al salir, ya despejada del todo, decide cambiar
su rutina matinal y hacer café antes de entrar de nuevo a la habitación a
cambiarse, esperará en la cocina a que él se despierte. Tiene el sueño ligero y
seguro que empezará a gruñir en cuanto oiga el sonido metálico de la vieja
cafetera.
Cuando las tazas
dejan de humear, cuando el café se queda totalmente frío y Ana se cansa de hacer
muecas absurdas en el espejo del comedor, empieza a ser consciente de su propio
nerviosismo, de que lleva un buen rato moviendo el pie izquierdo de forma
compulsiva y aún se ve con ánimo para echarse a la cara el ser tan tonta y
asustadiza, para tratarse de convencer
de que es una mañana más entre tantas de las que han vivido durante treinta
años de matrimonio y que, simplemente, él se ha quedado dormido. No quiere recordar
el frío que ha sentido en la cama a pesar de las mantas, y vuelve a preguntarse
por qué aquella noche no la habrá despertado el tirón brusco de Jorge, ese
gesto que extraña, tanto como sus ronquidos. Y aún espera media hora más mirando
el maldito papel que lo cubre todo, hasta que el miedo puede con ella y vuelve
a la habitación para darle la cara al silencio.
Qué bueno, Fleischman, qué rebueno. Me acabas de recordar lo bien que escribes.
ResponderEliminarBesos.
¡Mira que me pongo colorado! Creo que si este relato tiene algo bueno es la sencillez. Debería tirar más por ahí. Gracias por el comentario y por la alegría que me da leerte.
ResponderEliminarBesets
Pues si me quieres escribir, ya sabes mi paradero.
Eliminar:-)
¿Por qué no te asomas a http://www.netwriters.eu/? Allí sobrevive el "Tintero virtual" y además tenemos "Gigantes de Liliput", un concurso semanal de microrrelatos. Tu amigo McDyver también anda por allí, aunque allí se hace llamar Ritman. Enga, anímate.
Un abrazo.
Echaré un vistazo, aunque el poco tiempo que saco para escribir lo tengo hipotecado, por así decirlo. ¡Qué buenos tiempos los del viejo patio! Recuerdos a McDyver, un crack.
ResponderEliminar¡Qué fuerza tiene, Fleischman, qué fuerza!
ResponderEliminarY claro, lo dejas en ese punto en el que uno quiere saber un poquito más, cuando no hace falta saber nada más en absoluto.
Pero dejar que la intuición ponga el punto final es siempre cruel para la morbosa curiosidad del lector.
Qué retorcidamente calculadores son algunos escritores...
¡Gracias, JuanRa!
ResponderEliminarPrometo tratar algún día de estos bien a mis personajes...(risa maquiavélica)