Volvíamos a la playa en la que pasé los mejores años de
la infancia, con miedo a encontrarnos con una decepción, asumiendo el riesgo de
que los recuerdos no encajaran con la realidad. Era improbable que el ya entonces
viejo chalet, construido en la misma playa, hubiera sobrevivido a leyes y
especulaciones. Quince escalones separaban la terraza, protegida por las
piteras, de la arena; quince escalones entre mi niñez y la felicidad.
Mi tío se empeñó en
conducir su viejo Seat ranchera color marrón y mi hermana y yo protestamos
cuando descubrió que el viejo radiocassette aún funcionaba. Desde siempre, la
cinta de éxitos de Julio Iglesias había sido la sintonía incontestable de los
viajes veraniegos, a pesar de las protestas de mi padre, aficionado a la música
clásica, pero sin carnet de conducir y, por tanto, sin derecho a protestar
demasiado. Observando con aire distraído el paisaje, empecé a recordar aquellos
viajes tortuosos. Por precaución, mi madre aguardaba al acecho, bolsa en ristre
y atenta a los mareos, porque estábamos
poco acostumbrados al coche y no aguantábamos las revueltas del Port de
Gallinera. El olor a vómito y a bolsa de plástico era el olor de la vergüenza.
Pero ahora este
retorno no admitía angustias o mareos. Me sentía exultante, bendecido por el
sol que se filtraba por la ventanilla entreabierta. Habíamos crecido y mi
hermana y yo habíamos alcanzado la edad que tenían nuestros padres en aquellos
primeros veranos en la playa. Pero no era momento de quejarse por el paso del tiempo:
la ilusión de encontrarnos todos juntos de nuevo podía más que la nostalgia. La
carretera no tenía nada que ver con aquella otra que ponía a prueba neumáticos
y amortiguación. Ahora tenía muchos túneles y menos curvas, estaba mejor
asfaltada, descendía de forma imperceptible, como una alfombra extendida desde
la sierra alicantina hasta la costa.
Llegamos a la playa
de Santa Anna sin tránsito perceptible, como si el coche buscara descansar para
siempre, blandamente varado en las dunas. Olía a mar, a ese mar al que siempre
he tenido tan cerca y al que luego di la espalda, tal vez por miedo a
enfrentarme a las palabras que se pueden escuchar cuando rompen las olas. Para
asombro de todos, la casita seguía en pie. No sólo eso, sino que la habían
reformado y mostraba mejor aspecto que hacía treinta años. Todos lucíamos la
misma sonrisa en los labios, paladeábamos los recuerdos a la caza de todo
aquello que hubiera sobrevivido al paso de los años, de cualquier detalle, de cualquier
rincón encadenado a viejas fotografías. Por ejemplo, aquella mesa plegable en la
que el abuelito me enseñó a jugar a las cartas, o el pequeño huerto que mi
hermana, con apenas tres años, regaba con
la manguera.
Me reconfortaba la
risa de mi madre, el humor ácido de mi tío que acabé heredando, mi padre
cargando la sombrilla, fumando su pipa con aire satisfecho, con aire de
marinero que acabó enredado en los telares de las fábricas, la sonrisa de mi
hermana, idéntica a aquella foto en la que parecía lanzarse al vacío desde la
pequeña motora de los vecinos. Yo observaba todo en silencio.
Tendimos las
toallas bajo la sombrilla y mi madre sacó las tarteras. Ojo, había que dejar
pasar dos horas antes de bañarse, como si fuéramos críos. El sabor dulce del
pimiento asado, enramado de aceite de oliva, con el contrapunto de bacalao, la
sempiterna tortilla, el sofrito de conejo con tomate. Yo protestando por la
estampa casi folklórica de la familia pasando el día en la playa, por el
inevitable grano de arena entre los dientes. Prefería ir al bar, pedir unas
tellinas, como las que cogíamos con el rastrillo en aquellos años, cuando
éramos pequeños expoliadores de las costas.
Hacía calor y al
rato todos decidieron meterse en el agua. Me quedé leyendo un rato, pero había
comido demasiado y no podía concentrarme. Eché un vistazo de nuevo a la casita,
que estaba a pocos metros a nuestra espalda y vi que había gente en la terraza.
La brisa me traía fragmentos de su conversación. Sonaba a francés. Nos miraban
con curiosidad, con una pose de distanciamiento estudiado. No pegaban para nada
en aquella playa olvidada por el turismo masivo, todos vestidos de negro, con
pantalones largos y gafas de diseño. Esbocé un gesto de saludo, pero no
debieron verme, o eran demasiado maleducados para devolvérmelo.
Al rato volvieron
mi hermana y mi padre, resoplando de satisfacción por el baño. Se tendieron a
mi lado y dirigí de nuevo la mirada al mar. Mi madre y mi tío seguían en el
agua. No nadaban, simplemente estaban de pie, observándonos. Empezó a
inquietarme que estuvieran tanto tiempo dentro del mar, pero mi padre y mi
hermana parecían tranquilos, me miraban queriendo darme a entender. La arena
sobre la que estaba tendido empezó a cobrar otra consistencia, la brisa era
ahora de tela, eran colchón, sábanas, ahogo en el pecho al sentir de nuevo el
punzante momento de lucidez, la consciencia que te arroja algas a los pies.
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