Xuang está apostado en la puerta de la
diminuta tienda de venta de ropa al por mayor. Ha salido a fumar su trigésimo
cuarto cigarro del día, que ha apurado con desesperación, como si con las
hebras de tabaco pudiera arder también el aburrimiento que le adormece. A sus
espaldas, se amontonan los fardos de ropa que ha recibido esta mañana,
comprados al peso y alineadas a ambos
lados de la tienda, como un ejército de espectros adormecidos, hileras de perchas
de las que cuelga una muestra de la peor moda de importación. Envolviéndolo
todo, el aroma punzante y sintético del textil barato. Frente a él, la estatua
de Cascorro, el héroe metálico detenido en su gallardo avance. Entre sus dedos,
atrapada en la pinza de sus largas uñas, una bolita de moco.
A esas alturas del día ya no espera cerrar
grandes ventas, pero cualquier negocio necesita mantenerse abierto el tiempo
que sea necesario, por pequeño que sea el margen de ganancias que se pueda
obtener en lo que queda de tarde. Los carretilleros ya han cargado en las
furgonetas que aparcan en la plaza los pedidos más importantes, así que sólo
tiene que esperar, un día más, a que sea la hora de bajar la persiana. Queda, como
mucho, la posibilidad de que algún curioso despistado se atreva a entrar preguntando
si venden al detalle.
Aunque las ventas de piezas sueltas no
representan ni el uno por ciento de las ganancias del negocio, todo dinero es
bien recibido, por escaso que sea. Un cinturón, una falda, siempre se logra
colocar algo más de lo que busca el cazador de chollos de turno. Además, conviene granjearse la amistad del
vecindario. Desde la Operación Dragón, todos los comerciantes chinos se han
vuelto más cuidadosos y sólo venden al detalle a gente que saben que es del
barrio, por miedo a caer en alguna inspección trampa.
Xuang sabe que las ventas no son tan
buenas como antes de la crisis, pero prefiere mil veces dejar pasar las horas
muertas encerrado en la tienda, a apostarse por las zonas de ocio vendiendo
cervezas a un euro. Lo hizo durante sus primeros meses en Madrid, hasta que
aprendió los rudimentos básicos del lenguaje para poder llevar a cabo una
transacción comercial que fuera más allá de intercambiar una lata por una
moneda.
Por lo general, el trabajo está medio
hecho y los compradores habituales, propietarios de tiendas de barrio y de
puestos de mercadillos, acaban cayendo en la misma trampa, aunque les guste
revolotear entre los distintos mayoristas que salpican el barrio. A Xuang le
cuesta reprimir una carcajada cuando alguien rechaza su oferta y se mete en el
establecimiento de al lado, que es también propiedad de su tío, como otras
cinco que tiene repartidos en menos de cien metros a la redonda. Al final, los
beneficios van a parar al mismo bolsillo, ya que los vendedores como él no son
más que simples asalariados, que sólo están interesados en cumplir sus
obligaciones con eficiencia, para seguir ahorrando con tenacidad.
Sólo echa de menos el periodo
transcurrido entre las latas de cerveza y el textil, cuando trabajó en una
verdulería. Aquel trabajo le recordaba al menos los tiempos en los que se
ganaba la vida en el campo, al aire libre y además la tienda se llenaba de
jovencitas vegetarianas de buen ver que le alegraban el día.
Domingo y su señora esposa están a la
caza de nuevo género para su negocio de venta de ropa ambulante. Después de
años dando tumbos por todos los mercadillos de la comunidad de Madrid, han
conseguido instalarse en el Rastro y mantener un puesto fijo en la
Plaza Vara
del Rey. El negocio es redondo, porque ahorran en gasolina y además se relacionan
con lo más florido de la raza calé, al menos en materia de venta de bragas,
calzoncillos y calcetines. Saray, su mujer, es una experta en vocear las
excelencias del género que venden, con una mezcla de salero y habilidad fenicia
para el comercio que la convierte en el mejor reclamo para las amas de casa
ávidas de gangas.
La pareja de gitanos entra en la tienda
de Xuang como Pedro por su casa, toqueteando todo el género sin decir ni buenas, con un gesto de desagrado y
escepticismo bien estudiado, como marcan los cánones del buen negociador. Nada
de mostrar interés por lo expuesto, por mucho que les agrade. Entre ellos, se
hacen señas para ponerse de acuerdo sobre lo que les interesa, pero sólo él
lleva la voz cantante.
- Hola, Juan ¿a cuánto están las sudaderas?
Xuang, que no repara en la
españolización de su nombre, contesta como un autómata, con una sonrisa a media
asta.
- Seiselos,
mínimo dies unidades.
- Claro, hombre, y yo soy la Duquesa de
Alba – resopla Saray, que deja caer al suelo la enorme bolsa blanca cargada de
género que arrastra como si fuera un satélite girando alrededor de su enorme
corpachón.
- Anda Juan, no me jodas, te doy 50
euros si me llevo 20, ¿a que sí, payo chino?
-
Seiselos, mínimo dies unidades.
Domingo estudia el rostro impertérrito del
chino, enfadado por no poder interpretar el más leve atisbo de duda.
- Vámonos Saray, que seguro que
encontramos algo mejor en la tienda de al lado.
En ese momento, entra en el diminuto
establecimiento, ya hacinado por la rotunda presencia de los dos gitanos un
joven delgaducho, luciendo la barba de rigor entre el sector masculino de
Lavapiés. Se quita los auriculares del Ipod en el que está escuchando el último
álbum de un grupo de trip-hop noruego y hace la pregunta de rigor.
- ¿Vendéis al detalle? ¿Qué valen estas
sudaderas’ – pregunta, señalando las mismas que hasta hace un instante eran
objeto de deseo.
Xuang de inmediato desvía la atención
de Domingo y su esposa, para evaluar las probabilidades de vender al detalle a
aquel sujeto. Le suena haberlo visto tomar cañas en la terraza de los
Caracoles, con la suficiente asiduidad para considerarlo vecino de confianza.
-
Quinseulos unidad.
- Genial, me quedo esa verde con la
letra china estampada. ¿Qué significa?
- Dlagón
– miente Xuang, que siempre responde lo mismo.
Domingo y el comerciante cruzan una
mirada cómplice y guardan silencio, hasta que el joven sale a la calle.
- Venga, va, dame veinte sudaderas,
aquí tienes cien euros y no se hable más, que seguro que las puedo vender a
pardillos como ese.
Xuang asiente con la cabeza y, tras
contar los billetes arrugados que le entrega el gitano, mete el pedido en una
gran bolsa blanca que prepara para la satisfecha pareja, que piensa que ha
hecho un buen negocio al rascar un euro a un chino. Cuando se queda solo en la
tienda, sonríe por primera vez con ganas, mientras anota en la hoja de cuentas
“20 sudaderas, 100 euros”. Sin soltar el dinero de la mano, pasa al almacén de
al lado para encargar un nuevo fardo de 50 kg de sudaderas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario