El personaje se halla de nuevo sentado en el suelo
de una sala cúbica de color negro. No hay ninguna puerta, ninguna abertura en
las paredes pero, a pesar de ello, una luz blanquecina ilumina la estancia
tenuemente. Tiene ante sí un tablero. Parece una variante de parchís con un
recorrido en forma de círculo, sin salidas, sin llegada. Una única ficha se
dispone sobre el extraño juego, un pequeño prisma transparente. El personaje
esconde un dado en una mano. Este dado tiene las seis caras totalmente negras,
sin ningún número inscrito
.
Por pura crueldad del escritor, el personaje tiene un temperamento reflexivo, inclinado a las cavilaciones metafísicas y a las angustias existenciales. Como es de esperar, esta indeseable condición le provoca no pocos quebraderos de cabeza, teniendo en cuenta su naturaleza ficticia y la extraña situación en la que se encuentra inmerso. Como ente literario, se ve sometido a una perpetua reencarnación en las más diversas fisonomías: ahora es una mujer madura, ahora un anciano de rasgos orientales, un joven de cabellos rubios o algún personaje famoso. Su aspecto físico depende por completo del capricho y la capacidad recreadora de quien lee el cuento. En ocasiones su rostro es una mera neblina donde sólo se distinguen los ojos; en otras, las más, es un rostro anodino, o tiene los rasgos de algún actor o famoso. Pero todo es posible , hasta llegar a ser la figura marginal de un cuadro en una visita fugaz a un museo, quien sabe de qué ciudad, quién sabe por qué soterrado en el subconsciente del lector.
Por pura crueldad del escritor, el personaje tiene un temperamento reflexivo, inclinado a las cavilaciones metafísicas y a las angustias existenciales. Como es de esperar, esta indeseable condición le provoca no pocos quebraderos de cabeza, teniendo en cuenta su naturaleza ficticia y la extraña situación en la que se encuentra inmerso. Como ente literario, se ve sometido a una perpetua reencarnación en las más diversas fisonomías: ahora es una mujer madura, ahora un anciano de rasgos orientales, un joven de cabellos rubios o algún personaje famoso. Su aspecto físico depende por completo del capricho y la capacidad recreadora de quien lee el cuento. En ocasiones su rostro es una mera neblina donde sólo se distinguen los ojos; en otras, las más, es un rostro anodino, o tiene los rasgos de algún actor o famoso. Pero todo es posible , hasta llegar a ser la figura marginal de un cuadro en una visita fugaz a un museo, quien sabe de qué ciudad, quién sabe por qué soterrado en el subconsciente del lector.
Lo que no cambia nunca es la sensación de desasosiego que le produce el hecho de formar parte de un relato de marcado carácter surrealista, en el sentido más amplio del término. Se ve abocado a la ya para él inevitable rutina de unas reflexiones que le aburren por completo. Muchas de ellas conducen a los dogmas de la filosofía de bolsillo, a la crítica literaria de andar por casa. La escena es absurda, garrapiñada de simbolismo y cada uno de los lectores no puede evitar especular sobre su significado.
A él, lo que en verdad le interesa es descubrir de
una vez por todas las reglas del juego que tiene ante sí, entretenerse con
aquel tablero circular. Así de simple. El pobre infeliz ignora que él mismo es
objeto de juego entre al autor y el lector, un símbolo de difícil comprensión
sobre el destino del ser humano, según la crítica más canónica o una simple
broma sin valor literario alguno, según no pocas voces discrepantes.
Lo peor de todo es que las preocupaciones que le atormentan y le impiden averiguar las reglas del juego ni siquiera son suyas. Es más, por exigencias del guión, permanece todo el rato en silencio y en todo el cuento sólo se insinúan lacónicamente sus pensamientos en una oración: "se encontraba pensativo". Es esta indefinición la causa por la que se ve obligado a soportar todas las interpretaciones que hacen los lectores sobre lo que le ronda por la cabeza.
Ya sólo no es responsable de su propio aspecto,
sino que ni siquiera puede llegar a una conclusión medianamente juiciosa que
resuelva sus dudas. En el extraño purgatorio donde descansa entre lectura y
lectura, se dedica a soñar destinos mejores. ¡Cómo desearía haber formado parte
de uno de un western de Marcial Lafuente Estefanía! Tampoco pide mucho, un
sencillo papelillo de borracho, o ser un simple cactus tostándose al sol de
Arizona, o un perro pulgoso, si una puta de saloon
con aliento a whisky barato... Cualquier cosa menos no ser nada, ser una mera
máscara en un escenario simbolista. ¡Es indignante! Ha de aguantar con
estoicismo lecturas mecánicas y desinteresadas que provocan que no piense nada
en absoluto, interpretaciones críticas que lo relacionan con un relato breve y
primerizo de un catalán exiliado a Méxoico o con una corriente postsimbolista belga,
comentarios de texto errabundos de adolescentes con más acné que neuronas y un
largo etcétera de dislates similares.
Así, tan
pronto se encuentra, muy a su pesar, pensando en la muerte o en la noche
eterna, como en la castración de un supuesto padre perdido a los quince años.
Pero ningún indicio sobre las reglas del juego, si
es que se trata de un juego.
Reiteradamente, los elementos de su entorno cobran un significado que se metamorfosea hasta la exasperación: el prisma simboliza el relativismo perspectivo o es una joya de propiedades mágicas desconocidas; el tablero es una metáfora del eterno retorno o una suerte de artilugio espiritista; la habitación se relaciona con el dado y se convierte en un símbolo del azar al cual estamos condenados; la luz misteriosa no es sino el raciocinio. Lectura tras lectura, nuestro personaje parece alejarse de la cada vez más deseada respuesta que resuelva sus dudas. Hay, eso sí, una excepción francamente inquietante. La desazón que le producen todas estas desafortunadas hipótesis interpretativas no es nada comparada con el pánico que le invade en cada reencuentro del propio autor con su cuento favorito, aquel que le ha hecho tan famoso como iniciador de la llamada narrativa pictórica minimalista. En esas ocasiones, el desdichado protagonista reconoce de inmediato que quien lee el cuento es su propio creador. Como un latigazo, centellea en su mente una carcajada cargada de desprecio que le hace desear haber sido una simple hoja arrugada, una nada verdadera, un silencio puesto en blanco.
Reiteradamente, los elementos de su entorno cobran un significado que se metamorfosea hasta la exasperación: el prisma simboliza el relativismo perspectivo o es una joya de propiedades mágicas desconocidas; el tablero es una metáfora del eterno retorno o una suerte de artilugio espiritista; la habitación se relaciona con el dado y se convierte en un símbolo del azar al cual estamos condenados; la luz misteriosa no es sino el raciocinio. Lectura tras lectura, nuestro personaje parece alejarse de la cada vez más deseada respuesta que resuelva sus dudas. Hay, eso sí, una excepción francamente inquietante. La desazón que le producen todas estas desafortunadas hipótesis interpretativas no es nada comparada con el pánico que le invade en cada reencuentro del propio autor con su cuento favorito, aquel que le ha hecho tan famoso como iniciador de la llamada narrativa pictórica minimalista. En esas ocasiones, el desdichado protagonista reconoce de inmediato que quien lee el cuento es su propio creador. Como un latigazo, centellea en su mente una carcajada cargada de desprecio que le hace desear haber sido una simple hoja arrugada, una nada verdadera, un silencio puesto en blanco.
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