Seré la clau que obre tots els panys
Vicent Andrés Estellés
ACTO I
Llegó a casa eufórico, porque todo reflejo en la mirada de ella había flotado sobre una ensenada amable en la que enterrar para siempre sus miedos. Aquel beso a la salida de la cena de fin de curso, beso furtivo porque la chica de pelo rizado tenía un novio que él presumía adulto y experto, corroboró la precisa concordancia del universo. No le costó nada escribir el poema, arrastrado por lo que él entendía como amor y no era más que deslumbramiento y afirmación. En apenas diez minutos, tenía ante sí la llave que abría todas las cerraduras. Aquellas palabras encerraban sonidos que parecían concordar con el deseo, con la partitura balbuceada de un futuro demasiado tiempo postergado y que ahora era luz y presente, tacto y sueño encarnado.
A la mañana siguiente, releyó el poema y pensó que ella merecía mucho más. Repasó los apuntes de métrica y empezó a contar versos tamborileando con los dedos sobre la mesa de su habitación.
ACTO II
En la presentación de su primer poemario, mientras el editor diserta sobre las dificultades de publicar poesía, al poeta le da por recordar aquellos primeros versos dedicados a aquella chica cuyo rostro empieza a desvanecerse por el paso del tiempo y que marchó con su familia a la capital, para no volver jamás. Aquella bisoñez enternecedora con la que escribió sus primeras composiciones no tiene nada que ver con la densa maraña simbólica y conceptual que conforma el libro que tanto le ha costado pulir, en un laborioso y constante proceso de orfebrería textual. Cada palabra, cada combinación de sonidos, cada referencia soterrada tiene un peso molecular insustituible en el entramado del libro, que se muestra como un todo, como un constructo poético que a él le gusta imaginar como un erizo enroscado. Y no anda desacertada la imagen: es un poeta difícil, dicen de él. El mayor de los halagos.
A media noche, después de firmar algunos ejemplares y haber saludado a los corrillos, compuestos principalmente de poetas que no se leían entre ellos, decide volver a casa solo, un poco mareado por el vino. Ya en la calle, oye una voz femenina y se gira.
ACTO III
Su mujer murió hace ya cinco años y le queda la compañía de los libros. Rebuscando entre ellos, encuentra, dentro de un ejemplar de las Metamorfosis de Ovidio, el manuscrito de su primer poema: amarillento, con una letra redondeada que le resulta infantil, inocente. Entiende ahora por qué dejó de escribir poesía justo después de haber logrado publicar, el porqué de la consabida elección del silencio al que se ven abocados tantos poetas. Las palabras son muletas insuficientes.
El índice tembloroso de su mano envejecida repasa el contorno de aquella caligrafía que le resulta tan ajena y cree sentir, por un instante, el tacto de los labios que crearon aquel primer poema.
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