Hasta que mi sexta pareja me dejó, no caí en la cuenta de que todas mis relaciones habían durado exactamente 347 días.
Constatada la veracidad de la extraña rutina temporal, tengo ahora al menos el tacto de declinar por defecto cualquier sugerencia de matrimonio, compra de vivienda o proyectos vitales que incluyan tener descendencia, para evitar futuros malentendidos y disgustos.
Me guardo, eso sí, el derecho de no comentar la existencia de la maldición a mis novias con fecha de caducidad, pues una cosa es sufrir los efectos de la fatalidad y otra muy distinta renunciar por ello a los placeres de la vida. Amo y trato de hacer feliz a quien está conmigo, tratando de ajustar siempre los tiempos hasta el desenlace inevitable, aunque la tensión que provoca la cercanía de la cifra maldita hace que empiece a comportarme de forma impropia desde mucho antes de lo que quisiera.
Ahora mismo, por ejemplo, no hace ni diez días que he empezado a salir con mi actual novia, que es un cielo de ojos grises que me adora y ya le he puesto los cuernos tres veces, lamentando en todo momento no tener la oportunidad de aspirar a una relación feliz y duradera que evite que me comporte de forma tan reprobable.
Pero aunque me duela hacer daño, no puedo evitar enamorarme. Puede que siga repitiendo este patrón durante toda mi vida, quejándome a mis amistades de que ninguna mujer me dure un mísero año. O puede que algún día me relaje y deje de condicionarme la numérica certeza, la misma que me hizo contar los días en el calendario cuando Martita, mi primera novia de la universidad, me dejó por el profesor de Estadística.
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