No quiero
alargarme en demasía, porque mis allegados conocen de sobra mi condición y no
creo que este escrito llegue a manos de ningún extraño. Empezaré con una
declaración: desde lo que el todo el mundo viene a denominar tierna infancia, conservo claros
recuerdos de tener cuatro ojos. No en el sentido anatómico, ni en el figurado.
Mi madre me abandonó nada más nacer en un convento, así que, de haber sido un monstruo deforme,
me hubiera arrojado con toda la seguridad a la basura o me hubiera vendido a un
circo.
Tampoco uso lentes correctivas.
Tengo un par de globos oculares de lo más corrientes, ensombrecidos por la notable
presencia de una nariz que emerge de mi rostro como la aleta de un tiburón
varado, pero sin tara alguna. Castaños, pequeños y brillantes, tuve la temprana
desgracia de ser bautizado como El Rata por algún niño cruel del orfanato a
quien no puedo guardar rencor por no acordarme de él y porque no hizo nada más
que seguir el natural y profiláctico impulso de discriminar al raro o al débil.
Obviemos la anécdota, mi aspecto físico no importa.
No, yo lo que tengo son dos ojos de
poeta y dos ojos de prosista. Ambos en sentido plenamente figurado, porque ni
me dedico a la escritura, ni mucho menos tengo aspiraciones artísticas. Esta
afirmación, que parece contradecirse con el estilo algo ampuloso del presente
escrito, quiero que le quede bien clara al lector. Aprendí a escribir leyendo a
hurtadillas novelas románticas que a su vez escondían las monjas de la furia
inquisitiva de la Madre Superiora y no puedo desprenderme cuando redacto del
lenguaje decimonónico, empalagoso y sin fuste de aquellos librillos
calientabeatas.
No hablo, pues,
de dos facetas literarias, sino de dos formas de ver la realidad coincidentes
en el tiempo, pero totalmente divergentes, que me han llevado a las puertas de
la locura y que me suponen una desazón constante. Por evitar enojosas
reiteraciones en el texto, distinguiré entre óculos (poéticos) y ojos (prosaicos).
A modo de ejemplo, imaginemos una
escena de lo más sencilla. Yo, sentado a la mesa, me dispongo a comer una
manzana. Lo que para cualquier persona sería un acto rutinario, se convierte en
una auténtica tortura.
Con mis óculos veo un corazón expectante que espera el mordisco certero, la
más primitiva de las religiones iniciando una y otra vez el rito de la
destrucción, un símbolo del amor que siento por una mujer que evoco, que ni
siquiera conozco, que me ofrenda la pura imagen de una fruta en la que aún
resuena el gemido que nació bajo la sierpe, el placer primigenio de Eva.
Con mis ojos, sin embargo, veo la piel arrugada de la manzana, sopeso los
días que quedan para acabar el mes, paso lista a los alimentos que me quedan en
la nevera y puedo sentir el escaso vacío que llenará la fruta en mi estómago,
que apenas engañará el hambre que siento.
Valga esta
simple escena para que el lector pueda hacerse una idea de la constante tortura
que supone cualquier actividad rutinaria que trate de llevar a cabo. El más
simple acto se convierte en sublime por culpa de mis oculos y es por ello que he sido denostado por mis semejantes, al
estar dotado de un carácter extravagante, pero de posibles o de la influencia
necesaria para conseguir aprobación. Puede que, de haber nacido en una familia
de alta alcurnia y despreocupado, por tanto, de cuestiones pecuniarias, mi
naturaleza me hubiera llevado, en una grácil pirueta, de la carne mortal al
arte inmarcesible. Hubiera llegado a ser, sin duda alguna, un Lord Byron
redivivo, capaz de convertir mi propia vida en una constante lucha por la
poesía en todas sus formas.
Pero como ya he dicho, me arrojaron
al fango de la pobreza desde el momento de nacer, un lastre del que nunca he
sido capaz de desprenderme. Acaso debería haberme arrancado los ojos hace
tiempo, como un Edipo desconcertado que descubre que es el hijo bastardo de unos
padres que le dan la espalda. Verso y Prosa, imaginación y realidad, óculos espirales y ojos poliédricos. Entiéndase la manida referencia clásica, pues mi
único amigo es ciego, cree entender mi auténtica naturaleza y se preocupa por
las consecuencias derivadas de ella.
Conocí a Germán
en un recital de poesía, uno de tantos que se celebraban por aquel entonces en…
Pero no, he dicho ya que no quiero hacer perder el tiempo al lector. De nada
vale ahora describir el cuándo y el dónde, simples coordenadas del encuentro de
dos personas que descubrieron necesitarse. Valga decir que yo asistía a
aquellas sesiones porque me producía un vago placer enfrentarme a los versos
ajenos con mis ojos, despellejarlos y
mostrar su hueca estructura. Al contrario de lo que cabía esperar, mis óculos parecían oscurecerse ante versos y estrofas,
tal vez por un innato mecanismo de defensa, por protección ante lo que no era
sino un remedo de la auténtica poesía, aquella que sólo yo conozco. No veía más
que toscos brochazos, palabras encadenadas a un sentido deslavazado, meros
gimoteos en torno a los temas de siempre. Divago.
A Germán le gusta decirme que soy
tan ciego como él, que daría el brazo que sujeta su bastón por poder tener mis
ojos, que no tengo más que dos y un corazón demasiado grande como para no ver
más allá de la realidad. Sé que sus palabras son bienintencionadas, pero
sospecho que en el fondo me envidia, porque escribe unos versos que, aunque se
aproximan bastante, no llegan a atisbar el escenario que contemplan mis oculos. Al final, acabamos riendo y
haciendo elementales paralelismos entre nuestra amistad y el libro aquel del
portugués, obvio decir cuál.
A estas alturas,
el improbable lector de estas palabras puede que haya enarcado una ceja de
forma cómica, no tenga claro en qué época vive este narrador tetraoculado. La
referencia al abandono en un convento, tan de novela decimonúnica (nun es monja en inglés, tomémoslo como apunte para
una gracia de salón de té), parece contrastar con la referencia a Saramago. Edipo, Saramago: presupongo cierto nivel
cultural, de juego de mesa y disfraz de sabio. Tampoco creo que haya pasado
inadvertida la torpe patraña de introducir a un ciego a modo de simbólico partenaire.
Símbolos, óculos, bazofia.
La falacia de escribir al principio
que no creo que esto lo lea nadie. Necesito que alguien lo lea, que me
entienda.
Soy
incapaz de escribir nada auténtico. Tengo hambre, me siento solo.
Apenas dos frases como un enorme
S.O.S al final de mi relato y me veo al instante impelido al adorno, a encadenar
mi desesperación, mi realidad, con ocurrencias, sugerencias, florescencias,
excrecencias.
Ni una palabra más.
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