Estoy
convencida de que, entre zarpazo y zarpazo, he descartado a trescientos amores
eternos por un balbuceo a destiempo, o un mal juego de palabras.
Ni
soy exigente, ni presumida, ni aspiro a la perfección. Pero si no siento con un
hombre la misma reverberación que me recorre la piel cuando pinto, esa
sensación de estar jugueteando con la pajita rellena de azúcar que puede ser la
vida si una se lo propone, no hay amor alguno que rascar.
A
veces, hay que reconocerlo, el azar te roza la mejilla y te despierta y es por
eso que siempre estoy atenta a un buen cambio de viento. Con Alfred todo empezó
rodado. No me engañó su pose de bohemio de siete vidas, ni el pelo lacio y
entrecano de cuarentón avanzado, canalla de mil portales y enemigo de puertos
seguros. Supe en cuanto le vi, que estaba ante un niño grande en busca de
afecto.
Nos
conocimos en una de mis exposiciones. No era uno de los habituales y nadie de
mi círculo le conocía. Me hizo gracia verle con esas trazas de poeta
despistado, deambulando entre mis pesadillas enmarcadas, aquellas estampas de dolor
azul mentolado colgadas de las paredes. Inspeccionaba la sala con mirada atenta,
como si pudiera reconocer mis carencias, el porqué de los gritos atrapados tras
los trazos. Cuando se acercó, di un simbólico paso atrás, marcando las
distancias, tal vez porque aún me escocía la cicatriz de la huída de Marco a
Catania con mi colección de flores secas.
Siempre
he sido muy analítica con las primeras impresiones, casi rozando la
superstición. En cualquier gesto soy capaz de ver la sombra deformada de un
futuro defecto, o la promesa inefable de un placer que arrebatar a mordiscos. Había
desestimado a demasiados hombres, al subirme a un podio que sólo yo sabía que
era frágil, un parapeto de fingida altivez desde el que la artista concedía o
no sus favores. Mi defecto siempre ha sido ser demasiado radical, o demasiado
consciente para ser feliz.
Pero el
día que me encontré con Alfred estaba en una de esas fases sensibles que luego
detesto, pero de las que no puedo desligarme. Cuatro paradas de metro antes de bajarme
en Tribunal, se había sentado delante de mí una pareja de viejecitos
entrañables. En otras circunstancias, no hubiera visto en el rostro arrugado de
la mujer nada más que sometimiento y resignación, una vida sexual limitada a la
procreación y al silencio, a años luz de mi universo de rasgadora de esternones
y creadora de ficciones esquinadas.
Alfred
pisó fuerte desde el inicio, desde la humildad, desde el silencio con el que
atendía a mis explicaciones.
―Creo
que eres de los pocos que te has dado cuenta de que toda esta serie azul de
galgos ahorcados no es una simple denuncia de las atrocidades que cometen los
cazadores. Casi me da algo cuando has dicho que este de aquí tenía mi misma
mirada. Y no porque piense que me has llamado perra, sino porque sólo un
espíritu sensible es capaz de reconocer el sufrimiento ajeno y no girar la
cabeza para mirar a otro lado.
Me contó que él escribía como colaborador en
una revista de tirada nacional y tuve que disimular que ni siquiera me sonaba
su nombre y que apenas leía nada más que
los poemas que escribían mis amigas, las mismas a las que en ese momento
ignorábamos a hurtadillas mientras recitaban versos inspirados en mi obra
pictórica. Ajenos a todo, entre susurros, nos entregamos a una complicidad
sencilla, pausada.
―La
verdad es que Carlota tiene una voz preciosa para recitar, a pesar de lo que
fuma. Un poco a lo Chavela, pero creo que ninguna de sus composiciones ha logrado
captar el mensaje de mis cuadros. La poesía es falsa por naturaleza. En cambio,
la pintura permanece, es tal como la ves, expuesta, ardiente, desnuda.
Él
empezó a decir algo demasiado aburrido sobre la relación entre la muerte y la pintura,
pero supe enseguida que era la timidez la que le obligaba a escudarse detrás de
aquel continuo enfrentamiento con todo lo que yo le decía. En realidad, no me
importaba alargar aquel juego. Yo tenía la mente puesta en aquella pareja de
ancianos del metro, que ahora se me antojaba la viva estampa del amor eterno.
Cerré los ojos y me imaginé acompañada por Alfred en un medio de transporte
futurista, viajando en una cápsula que viajaba a gran velocidad, como la sangre
por mis venas, por un sistema de tubos comunicantes que conformaban el corazón
de una ciudad sin cloacas, en las que no había cicatrices que trazaran la vía
férrea de mis recuerdos
Y aunque mi precoz carrera como pintora se caracterizaba
por un obstinado solipsismo, que yo misma guardaba con celo, me lancé por la
cuesta de la ilusión sin temer la caída. Empecé a desvelarle el significado de
todos y cada uno de mis cuadros, los matices que diferenciaban unos de otros. Si
bien todos ellos representaban galgos ahorcados, en realidad simbolizaban
diferentes etapas de mi vida.
―Éste,
por ejemplo, si te fijas, tiene un charco de sangre azul en el suelo. En
realidad es la muerte de mi infancia, la primera sangre, la pérdida de la
inocencia.
Así, poco a poco, a lo largo de aquellas
horas, le fui mostrando mi visión del mundo, el ángulo desde el que, con mi
obra, deformaba una realidad que me era extraña, a la que temía pese a mi
aparente seguridad.
Él
callaba y asentía en silencio, paladeaba mis palabras al mismo tiempo que
apuraba las copas que se iba tomando. Hice una broma acerca de la
inconveniencia de abusar del alcohol a ciertas edades y me sonrió de forma
enigmática Calculé que me doblaría en la
edad, pero no me importaba un detalle tan terrenal. Tenía ante mí a un
auténtico padre redentor, alguien que me entregaría su corazón, que me
mostraría el envés del mundo, la cara oculta de todas las lunas que los poetas
han imaginado.
Le
quería así, sencillo, atento a mi verdadera esencia, como aquel anciano del
metro que amaba en silencio, ahora lo sabía, a su esposa. No quise darle importancia a todo lo que
empezó a decirme sobre su obra, a la relación que encontraba entre algunos de
sus textos y mis pinturas. No era necesario que me demostrara nada, no teníamos
por qué complicar lo que era un dejarse llevar, un entendernos a la primera.
Nunca
he creído en los flechazos, pero me supe ensartada por su atractivo. No me
hacía falta prestar atención a sus palabras para sentirme plena y, por qué no
decirlo, enamorada. Por eso no entendí sus carcajadas cuando, al llevarme a su
casa, lancé un grito de horror al descubrir aquellas horribles cabezas de
animales colgadas por las paredes, como si fueran grotescas réplicas a mis
cuadros. Me hirieron sus burlas, las bromas sobre lo que él llamaba
pusilanimidad de capital. Me dolió que, como tantas otras veces, la eternidad
hubiera sido ultrajada, que otro amor para siempre quedara en decepción de una
noche y, sobre todo, que tuviera los
estantes llenos de libros de Delibes, tan rancio y poco moderno.
Genial, Fleishman.
ResponderEliminarRecibe el tributo de mi rendida admiración.
:-)
Y un abrazo.
Vichoff
Vichoff!!!! Mamma mia! Para genial este reencuentro. Un besote, me alegra saber de ti.
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