Si los hombres lucieran el mismo plumaje que un pavo real, no existiría el arte. Les bastaría con contonearse alrededor de la hembra pretendida y jugar a encontrar una combinación idónea de viento e iluminación para seducirla con su abanico festoneado.
Por arte o magia, el lector deberá entender cualquier manipulación creativa de la realidad con fines reproductivos. No pretendo teorizar al respecto. Es mi realidad y la asumo como tal.
Cómo traté de forma infructuosa de aprender a halagar a una mujer a través de la escritura, la pintura, el canto o la cocina y acabé mirando de nuevo a los ojos de la serpiente edénica, es una historia tan larga como aburrida, y que exige esforzarme en lograr cierta concisión, para no poner a prueba la paciencia del lector. Así que empezaré por el final.
Aunque ya hace tiempo que mi rostro y mi nombre han dejado de ser anunciados en los carteles de los principales circos de Europa, o en salas de nombre francés, aún hay quien recuerda la fama que llegué a alcanzar como mago.
Y he dicho mago, que no ilusionista. Después de recorrer el mundo aprendiendo los trucos de los mejores maestros en el arte de la prestidigitación, e incluso tras haber aprendido a pronunciar esta palabra sin rubor ni atropello ante las damas más exquisitas de la época, encontré que mi destino me llevaba, desgraciadamente, a conseguir aquello que había anhelado desde mi poco tierna pubertad.
Porque yo, habiendo dominado todas las artes, y llegando a la conclusión de que la única verdad es la que uno se crea a base de ficciones, consideré que la mejor forma de poseer el corazón de una mujer era a través de la magia. Ríase el lector, o juzgue demencial mi propósito, pero me enamoré sin remedio de una rubia beldad germana que por aquel entonces servía como modelo y de Venus mejorada a los más renombrados pintores.
Sabedor de la fría indisposición de la alemana con todos y cada uno de sus pretendientes, por muy ricos, bien dotados o poderosos en todos los sentidos que fueran, indagué en su círculo más cercano, hasta hallar la saeta que pudiera llegar a acertar, si no en su corazón, al menos en su delicado talón de Aquiles. Y no fue esta sino la magia. Era una entusiasta seguidora de cualquier espectáculo que la retornara a su infancia, en la que había trabajado como ayudante de uno de los primeros ilusionistas que serraron a una mujer en dos.
Tras un leve accidente, que acabó con el mentor de la rubia modelo en prisión por mutilación sin eximente de gangrena de una de sus colaboradoras, ésta acabó abandonando el mundo del espectáculo y entregando su cuerpo a la dura tarea de ser musa pictórica. Un halo de nostalgia tiñó desde entonces su mirada, y sabedora de que el truco había sido descubierto, la magia desapareció de su vida.
Pero no de la mía. Aprovechando mi sólida formación en los arcanos de la magia, no fui tan insensato como para desperdiciar mis habilidades en otras carnes. Así que inicié sin dilación una cuidadosa selección de las que iban a ser mis ayudantes en el truco de la mujer viviseccionada. Desarrollaba mis actividades por aquel entonces en las inmediaciones de Londres, ganándome la vida con los trucos de carta y aprovechando mis conocimientos en medicina para obtener un suplemento como dentista. La ignorancia y mala dentadura de aquellos buenos ingleses hicieron que conociera a las suficientes mujeres como para hacer una primera prospección.
Acabé contratando a dos hermanas, que tenían la innegable ventaja de ser huérfanas. Ninguna indignada familia me perseguiría, si es que se daba el improbable percance de que me temblara la mano con el serrucho.
Como hoy saben hasta los niños de teta, para realizar el truco de la mujer partida son necesarias dos colaboradoras con la suficiente elasticidad y delgadez para caber plegadas en un espacio pequeño. Cuando el asombrado público veía mover de forma independiente las extremidades de la mujer partida en dos, no veían sino dos brazos y dos piernas pertenecientes a mujeres distintas. En este caso hermanas: Virginia y Justina.
Aunque de físico y talante muy dispares, no puse reparo alguno en tratar de obtener los favores de ambas. Virginia gozaba de una inteligencia y un candor tan admirables como poco agraciado era su rostro. Su cuerpo y sus ademanes carecían de la delicadeza que lucía su corazón. En cambio Justina era un animal hecho a la medida del deseo de cualquier hombre, siempre solícita a mis apetencias entre bambalinas.
Pero como quiera que el destino del ser humano es la contradicción, me hastié pronto de la lasciva solicitud de Justina, cuya verborrea no hacía sino camuflar su falta de inteligencia y sentido del humor y vine a enamorarme de la impoluta Virginia, con la cual empecé a preferir pasar las noches, discurriendo sobre lo más variados temas y riéndonos de nuestras respectivas ocurrencias.
Empecé a huir de los continuos requerimientos carnales de Justina, por pasar más tiempo con Virginia, de quien ya no dudaba estar perdidamente enamorado. Tal era así, que sus rasgos abruptos y pilosos empezaban a matizarse, hasta alcanzar un grado de aceptabilidad que podía rayar la condición de belleza en condiciones de penumbra. Un solo obstáculo me impedía alcanzar la felicidad suprema: la natural inclinación de Virginia a cerrar en banda sus piernas cuando me acercaba a ella con fines amatorios, justo al contrario que su hermana. Y por mucho que yo estuviera enamorado sin reservas de su mente, necesitaba a la vez sosegar mi carne. Lo que no hallaba en una, buscaba en la otra, y viceversa, por lo que antes de caer en brazos de la locura, imploré a oscuras divinidades para encontrar solución y consuelo. Mientras tanto, aliviaba el infierno bígamo en el que vivía gracias a la mentira, y aseguraba a ambas que las amaba por partes iguales, mientras trataba de averiguar cómo no renunciar a lo mejor de cada una de ellas.
Recuerdo que aquella noche actuamos en una taberna de mala muerte en la que se realizaban de vez en cuando espectáculos musicales y teatrales para entretener a la parroquia. Tras una parte introductoria con los trucos habituales, (pañuelos, conejos y monedas aparecidas tras las orejas de los asombrados espectadores), llegó el momento de serrar a mi ayudante, que por supuesto, de cara al público, era la bella Justina. Virginia esperaba replegada en su fealdad dentro de la caja, para sacar los pies en el momento justo y simular aquel sacrificio incruento.
Todo salió a la perfección, y nadie se percató de que yo variaba ligeramente el número, musitando unas palabras ininteligibles mientras daba vueltas alrededor de aquella especie de ataúd con ruedas partido en dos. Al abrir de nuevo el receptáculo, el público aplaudió a rabiar. Justina saludaba al respetable, un tanto desorientada, pero íntegra y escultural.
Nadie reparó en la desaparición de la casta Virginia, el mejor número que he realizado jamás y el de más lamentables consecuencias. Al finalizar la velada, me dirigí a mi ayudante, ansioso de comprobar si el conjuro realizado había surtido efecto: unir cuerpo y alma de ambas hermanas en una sola persona, con la belleza de una y la inteligencia de otra.
Pero Justina no parecía haber asimilado la inteligencia de su hermana desaparecida. Seguía con la misma conversación estúpida y ni siquiera tenía la mínima sensibilidad para preguntar por el paradero de Virginia. Se mostraba satisfecha por volver a ser el objeto de mis atenciones y no cesaba de parlotear sobre la necesidad de poner unas cortinas en mi camerino.
Cuando harto de tanta cháchara la tendí sobre la cama y me abalancé sobre ella, chocó las rodillas con un gesto instintivo e inusual en ella, cerrándose en banda a cualquier envite y abriendo los ojos con perplejidad. Ambos entendimos al instante dónde había acabado su hermana, o al menos la mitad de ella.
Robert Llopis 19 de enero de 2011
El tiro salió por la culata y el conejo se escapó. Toca bailar con la más fea (integral), Fleish.
ResponderEliminarComo siempre, un placer.
jajajaja, exacto, Sap.
ResponderEliminarGracias por la lectura ;)
Menuda desilusión, por muy ilusionista que fuera... :(
ResponderEliminarGran relato, Fleischman. La magia da para mucho si sabes utilizar bien la varita. Y está visto que tú sabes.
Próximamente, uno circense en la pista central.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu atención, JuanRa. Al final es mejor dejarse de trucos y zarandajas ;)
Los deseos, tras diversos trastornos de la vida, terminan siempre en un "Virgencita que me quede como estoy".
ResponderEliminarEso diría Virginia: "Que me quede como estoy (virgencita)".
ResponderEliminarHay que tener cuidado con los deseos, cierto. Mucho mejor disfrutar de las realidades que tengamos a mano. A mano, sí.
Cuando los dioses quieren castigarnos nos conceden nuestros deseos.
ResponderEliminarBonito relato Fleisch.
Pues a mí me bendicen a saco.
ResponderEliminarUn abrazo, superhome!