Me gustan estos cacahuetes. Esperaba algo salado cuando la
niña sentada junto a mí me los ofreció y
temía que luego me diera sed, que beber agua me hiciera tener de nuevo ganas de
orinar, que el hombre que conduce se enfadara otra vez conmigo cuando vuelva a
subir al coche. Creo que no me gusta viajar, en realidad estoy seguro de que
no, me marea la serpentina borrosa de árboles, de postes, de casas, ese pasar
pueblos en los que mejor no saber qué vida llevarán, el olor a vómito perfumado
del ambientador con forma de abeto que cuelga del retrovisor.
No
quiero molestar a estas personas amables, que piensen que soy descuidado y
sucio, así que me sacudo el azúcar pegado a los dedos contra la pernera del
pantalón, pliego con cuidado la bolsita y la guardo en un bolsillo. Hace mucho
calor y doy las gracias al joven que me está abanicando con una revista de
motos. Me pregunto dónde estará ahora la moto con la que iba a recoger todas
las tardes a Encarnita, allá en el pueblo. Seguramente será chatarra, o estará
arrinconada en un garaje, a la espera de que alguien repare en ella. Pero yo
iba de viaje, hemos parado porque necesitaba ir al baño, así que tengo que
continuar, aunque no tenga muy claro si me llevan a la playa o a dónde. Quiero
que sea a la playa, me viene de repente un recuerdo claro, todo el día jugando
en la arena, ennegrecido por el sol, los amigos del verano. Se llamaban Lorena
y Miguel. Me entra la risa triste, porque recuerdo esto y no acabo de tener
claro cómo se llaman el hombre que conduce y la mujer que no me habla y que se
enfadan conmigo cada dos por tres.
Me asusto un poco cuando llega la policía. Han pasado muchos años, pero recuerdo como si aún me dolieran los golpes en las plantas de los pies, la humillación de la luz proyectada sobre los moratones de mi cuerpo desnudo. Recelo de ellos y me extraña que uno de los policías, ahora lo veo claro, sea una chica guapa, con el pelo castaño recogido en una coleta. Me sonríe y se pone de cuclillas ante mí, me pide permiso para revisar mis bolsillos, pero no llevo la documentación encima, sólo el envoltorio de los cacahuetes y un pañuelo de papel arrugado, me da vergüenza que todos me miren con expresión lastimera porque ni siquiera sé mi nombre, ni con quien viajaba, no sabría decirles, aunque volvieran a golpearme por qué me han dejado en esta área de descanso junto a la carretera, ni tampoco me arrancarán cómo se llama el hombre que conducía, ni la mujer que no me hablaba, porque ahora sí, de repente se me ha hecho la luz, y no voy a decir a unos desconocidos nada contra mi familia, porque mi hijo Fernando sería incapaz de dejar tirado como un perro a su padre y además seguro que no se enfada cuando vuelva a por mí y vea que esta vez sí me acuerdo de quién es.
Tremendo, Fleischmann.
ResponderEliminarUn placer leerte, como siempre, nunca me decepcionas y eso tiene su mérito porque te aseguro que cada día soy más exigente.
Un abrazo patiense.
¡Gracias!
Eliminar¡Gracias!
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