Kolia
Vasilievich salió en silencio del enorme edificio de ladrillos amarillos y
dirigió una mirada desorientada a la plaza de la Lubianka. El rostro era
inexpresivo, de facciones demacradas, pero sus ojos brillaban mientras echaba
mano al bolsillo remendado de los pantalones, en busca de un pellizco de tabaco.
A
pesar de conocerla desde que era un niño, la plaza le parecía extraña e
infinita. Acostumbrado al hacinamiento y a la oscuridad, se sentía desprotegido
bajo el cielo vítreo del invierno moscovita.
Era ya mediodía y todo el mundo pasaba presuroso ante él, como si el
vaho que salía de sus bocas fuera un anzuelo que los arrastrara a sus
quehaceres. Kolia observaba a los transeúntes como si asistiera a una función
que le era ajena. Tal vez se acercaba la hora de la comida para aquellos más
afortunados y querían llegar cuanto antes a sus hogares. O quizás trataban de eludir
la sombra del edificio, pasar deprisa y corriendo, sin atreverse a levantar la
mirada.
Era
más probable lo segundo. En aquellos tiempos, no era aconsejable prestar
atención a los desconocidos. Mucho menos, dado el aspecto andrajoso de Kolia,
apenas un armazón de huesos al que habían colgado unos harapos. Hasta el más idiota
o borracho hubiera reconocido que aquel desecho humano acababa de ser escupido
por los engranajes del GULAG.
Una
veintena por ser un héroe de guerra, sin posibilidad de esgrimir
condecoraciones o vítores al poder de los soviets. La única ventaja de haber
sido un combatiente veterano era que ya se había curtido en el campo de
concentración alemán. Se estremecía con sólo evocar las largas noches de estrellas
enjauladas. A pocos metros, los prisioneros ingleses y americanos recibían la
ayuda de La
Cruz Roja y eran tratados con el respeto que
merecía su rango.
A él,
sin embargo, de nada le valieron los galones de capitán. Era otro animal abandonado
a su suerte, indigno de recibir ayuda de su gobierno, por el hecho ignominioso de
haberse rendido al enemigo. El Ejército Rojo nunca se doblegaba y cualquier
prisionero de guerra era sospechoso de traición a la patria.
Cuando
la guerra acabó, Kolia regresó a su Moscú natal con ganas de olvidar todo el
horror que se le había calado en los huesos. Podría conocer por fin a su hijo,
que tendría ya dos años, y trataría de recuperar la paz en brazos de su
Natasha. La capital bullía enfervorizada por la victoria y todo el mundo se
preguntaba qué iba a pasar a partir de ese momento. La guerra llevaba años
siendo la única realidad de los ciudadanos, así que se rellenó el silencio de
las bombas con la férrea consolidación del modelo que les había llevado a todos
hasta la victoria. No era un buen momento para incertidumbres o disidencias, sino
la hora de ensalzar al Gran Padre.
Al
llegar al barrio, Kolia encontró el vacío de una casa abandonada y noticias
imprecisas sobre el paradero de su mujer. Una de las vecinas se limitó a
decirle, antes de cerrar la puerta, que se olvidara de todo, que por lo que
ella sabía, llevaban ella y el niño meses bajo tierra. El militar no quiso
resignarse a la soledad, necesitaba pruebas más sólidas que las palabras de una
vieja loca sobre la suerte que habían corrido los suyos.
Le costó
varias semanas encontrar a Natasha. No le extrañó que le hubiera dado por
muerto, que estuviera casada con otro hombre, ni siquiera le afectó la noticia
de la muerte del pequeño Nikolai. Al fin
y al cabo, ella merecía vivir y él tenía la sensación de haberse ahogado en el
barro mezclado con heces del campo de concentración de Polonia, por mucho que
después hubiera sido liberado, que hubiera estado de nuevo bajo el pabellón de
las tropas victoriosas, persiguiendo como perros a los que habían sido sus
captores. Durante su cautiverio le habían arrebatado la dignidad, el orgullo,
la palabra.
Regresó
a su casa y esperó. No ofreció resistencia alguna cuando fue detenido. Sabía
que muchos de sus compañeros de armas habían desaparecido y que cualquier día
podía tocarle a él. La detención podía suceder en cualquier momento y no valían
de nada las justificaciones ni los porqués. Ni siquiera era necesario demostrar
culpabilidad alguna: el tiempo y los métodos adecuados harían el papel de juez
y verdugo. Unos días sin dormir, o alojado en una celda tan estrecha en la que
ni siquiera podía uno sentarse, obraban milagros. No fue tan estúpido como para
confesar lo que querían oír a las primeras de cambio. Sabía que eso no agradaba
a los jueces de instrucción. Fingió cierta resistencia, para luego acatar con
indiferencia los veinte años en un campo de trabajo siberiano.
Un
carraspeo a sus espaldas le sacó de sus divagaciones. Lárgate, más vale que no te veamos de nuevo por aquí, le dijeron,
obligándole a alejarse. Con las rodillas temblando, empezó a cruzar la plaza,
sin saber a dónde encaminar sus pasos. El mismo oficial que había entrado en
Berlín subido a lo alto de un tanque, se veía ahora incapaz de inventar una
nueva vida que no había pedido a nadie.
Muy buenoooo!!!!!!!!!!!!!!!!!!
ResponderEliminarGracias por la lectura, Dulce Angie :)
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