jueves, 30 de junio de 2011

NADIE RECIBE POSTALES



Hannah se hartó de esperar la frase adecuada, así que desmadejó la supuesta trascendencia con la que había tratado de investir a aquel acto de psicomagia barata y dejó la pluma sobre la mesa. No valía la pena seguir con aquella idea. Ni siquiera iba a ser una carta definitiva y tenía que admitir que iba a seguir trazando círculos en torno a los puntos suspensivos de siempre. La intención se había disfrazado de cierto aire romántico del que nunca se veía capaz de escapar: escribir unas pocas frases, unas palabras clave, a la espera de que se adhirieran como el velcro a la mordaza de silencio que se había impuesto la persona que amaba.  El anzuelo era una vieja postal rescatada del olvido apilado en una tienda de El Rastro. Un recurso absurdo pero, al fin y la cabo, un asidero como otro cualquiera al que echar mano ahora que le hacía falta creer en algo.

En la fotografía de la postal, una chica de rasgos ambiguos, casi un chico crecido, dentro de un tonel colgado de los hombros mediante unas cintas a modo de tirantes. La imagen tenía el aliento de la nostalgia, matizado por un leve toque de cinismo, muy del gusto de Álex. En el tonel, alguien había escrito TAX PAYER, pagadora de impuestos, y estaba siupuestamente tomada en Massachussets en 1935, como rezaba el reverso. Posiblemente, una pantomima sobre una superviviente del gran Crack del 29. O una simple broma entre amigos, en una época en la que tomar una fotografía como aquella sólo podía ser obra de esnobs adinerados o de artistas aburridos. La imagen era adecuada para los tiempos que corrían y para la desnudez que empezaba ella misma a sentir, despojada poco a poco de los afectos de Álex, que se mostraba cada vez mas ausente, cobrándole los intereses de una relación deficitaria.

Así que Hanna recurrió a su más viejo recurso: verse desde fuera, reconocer la ridiculez de su actitud, de sus ensoñaciones. Y cuando pudo arrancarse una media sonrisa, se dijo para sus adentros que no todo estaba perdido que, al fin y al cabo, no era más que otro hombre en su vida. Cogió la postal y bajó las escaleras de la finca. Cuando llegó a la entrada, abandonó a la chica del barril a su suerte, sobre un pequeño saliente de la pared. Había llegado la hora de renunciar a la mendicidad, a las migajas de afecto. Si alguien quería escribir sobre el amor, que lo hiciera en aquella postal, porque no iba a ser ella quien trazara la primera letra, quien esperara esta vez una respuesta.


***


R disfrutaba de su caparazón. Se imaginaba asomando la cabeza por la puerta de su pequeño estudio, brazos y piernas atravesando las ventanas, mientras jugaba a sacar la lengua a su pasado, meciéndose como una tortuga inexpugnable que incubaba una soledad buscada. No pensaba en visitas, se complacía andando por la casa medio en cueros, haciendo lo que quería, agarrándose con calma a su tabla de salvación. Escribía. Escribía, como siempre y como nunca, y por mucho que pudiera negarlo a un hipotético incauto, interesado en preguntar por sus motivaciones, escribía para encontrarla. A Ella, a aquel ideal amoroso que siempre se le había escapado como el huidizo rayo de luna de Bécquer.

R era bastante estúpido. Incauto, al menos, en su inocencia trasnochada. Padecía cierta tendencia a la ensoñación, a murmurar diálogos entre sueños que  se le escapaban como un hilo de baba de la boca y acababan cayendo en papel muerto. Se recreaba en las infinitas historias que podían entrecruzarse en aquel viejo edificio al que se había mudado. No había más que echar cuentas. Cincuenta portales. Habría por lo menos diez pisos ocupados por chicas. Tal vez alguno más en el que suspirara alguna loca solitaria, romántica, pálida y delgada. Por las noches, R se asomaba a la ventana de su habitación y permanecía atento a las conversaciones que rebotaban en el patio de luces, a la espera de escuchar una voz joven y femenina que le ayudara a esculpir una imagen. Y cuando podía arrancarse una media sonrisa, se decía para sus adentros que no todo estaba perdido que, al fin y al cabo, la soledad no era eterna.

 La mañana que volvió a ver a la chica extranjera, con la que apenas había cruzado unos días antes unas pocas palabras, farfulladas en su mal inglés, se sorprendió al ver como ella dejaba de forma distraída aquella vieja postal en la frescura del portal y la recogió con el corazón desbocado, como si alguien pudiera sorprenderle. Asumió, como recreo, una nueva certeza de amor, esbozó los fantasmas adecuados y conformó un carnaval de intenciones. Sentado, ante el papel en blanco que le daba la espalda a la chica del tonel, esperó la frase adecuada, el momento preciso, el anzuelo perfecto que nunca se atrevería a lanzar.
 

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