martes, 27 de abril de 2010

Crimen y Castigo

Decir que esta tarde me he estremecido al acabar de leer Crimen y castigo en el tren, tras salir del trabajo, es poco. He tenido que disimular las lágrimas, extrañamente emocionado por el epílogo. O es la primavera, o estoy acabado. La sensación de satisfacción, de reencuentro con la literatura, ha sido inmediata. No recuerdo cuándo lo leí por primera vez, pero calculo que hará unos veinte años, así que al pasar la última página había dado por finalizada una de esas relecturas que uno encara con el miedo a la decepción, bien sea por los cambios que uno mismo ha sufrido, o por la perspectiva más amplia que le da a uno ir hurgando en la literatura, hasta darse cuenta de que no puede con ella.



Recuerdo que mi primera lectura de la novela de Dostoyevski fue en una vieja edición de mi abuelo, uno de esos libros que me rodeaban en mi habitación a modo de iconos, dejados allí quién sabe si por falta de espacio en la casa, o como un cebo puesto por mi padre para encauzar mis lecturas hacia autores de más allá de los Urales. Fuera como fuera, al cabo de los años el genial escritor ruso es el autor que más he leido, aunque no sea con el que más he disfrutado. Porque tenía que solventar el encontronazo con unas traducciones farragosas y decimonónicas, en las que uno tenía que destilar el temperamento de los personajes, la fuerza de las pasiones, que parecían semienterradas entre tanta parafernalia retórica.

Aun y así, guardaba un grato recuerdo, sobre todo de Crimen y castigo, El jugador y Los hermanos Karamazov o Humillados y ofendidos, un recuerdo que se ha visto reconfortado con la lectura que acabo de finalizar de la primera de las novelas. Las tribulaciones del atormentado Raskolnikov, la miseria confrontada a la vileza, el tratamiento de temas que resultarían más que escabrosos en su momento (prostitución, asesinato, corrupción, ateísmo, o incluso pederastia), hacen de esta novela un clásico que considero aún contemporáneo. Un personaje como el decadente Svidrigailov, tal vez un alter ego del propio escritor, por poner un ejemplo, es impagable.

Hay libros con los que es mejor quedarse con el recuerdo de la ilusión de la primera lecura. Seguramente, si releyera (por décima vez) la saga de Tolkien, me echaría las manos a la cabeza o me aburriría soberanamente. Pero Dostoyevski ha ganado muchos enteros con el paso de los años, o  tal vez yo he perdido demasiado...

viernes, 2 de abril de 2010

Been caught stealing



Ayer asistí a una lucha territorial sin parangón, justo en el culo del caballo de Felipe III, en la Plaza Mayor de Madrid, lugar acostumbrado de citas. La plaza estaba abarrotada de señoras, como cabía esperar de un Jueves Santo. Como todo el mundo sabe, las procesiones de Semana Santa desembocan en dicha plaza. Siguiendo la costumbre, los Cristos madrileños descienden de los pasos y piden una ración de gambas en cualquier terraza, para ser crucificados en público. Turistas arracimados, aferrados al poraquiismo y al estoesismo, siguen la tradición cristiana, y muchos de ellos lucen la consabida banderilla que acompaña a los calamares congelados de la plaza. Pero divago.

Estábamos a bunch of buddies y yo esperando bajo la amenazante cola enhiesta del caballo, cuando se produjo una pelea inesperada entre una Minnie Mouse, de las que se dedican a chantajear emocionalmente a los padres, dando a sus hijos florecitas y monos hechos con globos anudados, y una aficionada al arte de la globiflexia, vestida de paisana y acusada de carterista por la Minnie.

No me atreví a grabar la escena, ni siquiera a hacer fotos, como la mayoría de turistas congregados alrededor de la improvisada lucha ratonera. Era todo tan bajo y sucio, que sentí una gran congoja, por la que he sido convenientemente reconvenido a posteriori, por una polvorilla condenada al purgatorio, que me ha recomendado la canción que arriba podéis escuchar, como banda sonora de la entrada.

Recuerdo haber visto a la misma Minnie, paseando por Sol con mi querida coautora, y ya nos llamó la atención su notable parecido con Wendy Sulca. Verla en el suelo, estrangulada por una carterista peruana, fue demasiado para mi nivel de frikismo. Raudo y caballeroso, Mickey Mouse, un señor con cara de sufrimiento, salió a separarlas, consciente de la gravedad de la situación. Más de un niño observaba la escena, ojiplático, convertido en una pequeña esponja de traumas que le costarán un riñón en psicoanálisis  futuros.

Por un lado, me sorprende mi recato a la hora de grabar la escena. Por otro, estoy que me muerdo los codos por no haberlo hecho.

Mickey, desconsolado por la tragedia